JORNADA SEGUNDA


 
Salen ANTONIA, dama, y CÉSAR
ANTONIA: César, ¿cómo o cuándo ha sido la desdicha en que me veo? ¿Cuándo tuviste deseo, César, de ser mi marido? Dime, ¿cómo estás tan triste, si pediste y alcanzaste? ¿Qué es lo que alcanzando hallaste, que tan presto enmudeciste? ¿Cómo así has enmudecido, que palabra no has hablado? César, aún no estás casado, ¿de qué estás arrepentido? CÉSAR: Antonia, si verdad fuera que yo te tuviera amor, digo amor, en el rigor que a este punto me trujera, no estuviera enmudecido, ni como me ves, helado, ni primero que casado estuviera arrepentido. Entré en tu casa a servir al Duque, y saliendo un día, me dio una melancolía, que me ha llegado a morir. Yo mismo, Antonia, no sé la causa de esta pasión; pienso que del corazón alguna enfermedad fue. Miró en esto el Duque un día, parecióle que te amaba, viendo que no me alegraba como otras veces solía. Dio en pensar que tanto mal procedía de tu amor, y que callaba el dolor, de noble, honrado y leal. Como es príncipe piadoso, tan grande, tan claro y justo, quiso más perder el gusto que dejarme a mí quejoso. Hablóme y le respondí, desvaneciendo su intento; pensó que era cumplimiento, y trújome, Antonia, aquí, donde te pide y convida que me admitas por tu dueño, cosa, Antonia, que por sueño no me ha pasado en mi vida. De manera que si ha sido desdicha tuya en perder la gloria del pretender tan excelente marido, no estima menos la mía, pues fue causa mi disgusto de que perdiese su gusto el Duque por cortesía, que me obligase a mí, no habiéndome dado nada, pues no siendo de mí amada, no me ha dado nada en ti. ANTONIA: Cuando me amaste, o tuviste imaginación de ser marido de una mujer a quien jamás pretendiste, ¡qué gran consuelo tuviera como fuera de ti amada, y que el verme desechada de alguna ocasión naciera! Pero que pierda el señor y que no gane el crïado, no sé yo quién ha llegado a desventura mayor. Pues que no se halla medio para mi mal y su olvido, mira César, que te pido que procures mi remedio. CÉSAR: Yo, Antonia, ya tengo el mío, que es irme a mi casería, donde esta melancolía pase riberas del río. Y si el Duque preguntare por mí, puedes responder que tengo mucho que hacer en que mi mal se repare, y que después trataré de cosas, que importa al gusto. ANTONIA: De su enojo y mi disgusto, yo sé quien la causa fue. CÉSAR: ¿Quién? ¡Por tu vida! ¿Fue Otavio? ANTONIA: No, sino mi resistencia. Perdió el Duque la paciencia, y túvola por agravio. CÉSAR: No creas que de eso nace, sino de haber entendido que te adoro, y que tú has sido la que tanto mal me hace. No deshagas esta hazaña de su libre calidad, tan digna de eternidad en Francia, Italia y España. Que Alejandro no te diera si menos gloria alcanzara, porque tu gusto le amara y tu honor le resistiera. ANTONIA: Yo pienso, César, llorar muy de veras este engaño. CÉSAR: Yo, lo que resta del año en mi soledad pasar. Mira, señora, ¿qué quieres? Que estoy ya muy de partida. ANTONIA: Que de mi honor y mi vida piensa que el estrago eres, y que a la gracia me vuelvas del Duque. CÉSAR: Yo lo haré, y hasta entonces ¡por mi fe! que al hablar no te resuelvas. ANTONIA: Perderás esos enojos, y yo perderé mis celos. CÉSAR: ¡Ay, villana de los cielos, cuándo te verán mis ojos!
Vanse, y sale LAURA con un cantarillo, y BELARDO con el papel
BELARDO: ¿Esto había de pedir, Laura, a un hombre como yo? LAURA: Luego ¿esto era mucho? BELARDO: No, no me pudiera impedir, cuando ello posible fuera, que en tanta razón lo fundo, si en los límites del mundo se hallara o nacido hubiera. LAURA: Pues, ¿qué tiene ese papel que no esté puesto en razón? BELARDO: Para burlas, pues lo son, no pocas has puesto en él. ¡Par Dios, Laura, que ese humor más es de una gran señora, que de humilde labradora! LAURA: Dicen que quien tiene amor todo lo halla posible; ofensa a tu amor hiciera si lo posible pidiera, y pídote lo imposible. BELARDO: Mira lo que dice aquí si a ti te parece poco, porque no me vuelvas loco, oye, y no me culpes. LAURA: Di. BELARDO: "Tomarás cuatro estornudos del dios Baco en escabeche, de las cabrillas la leche y la habla de seis mudos, y luego seis libras toma de asaduras de aradores, y en quejas de ruiseñores, los echa en una redoma. Toma cuatro lunas viejas de adonde estén desechadas, y después de hechas tajadas, las cuece en miel de lentejas. Toma de influjos de estrellas seis celemines no más, y esto todo colarás, después de majado en pellas, por un paño de anascote del manto de la gran noche, y con la lanza de un coche, traído como almodrote. Ponlo en viéndola dormir, que ella dirá si le ofende, pero todo esto se entiende, si ella lo quiere decir. LAURA: ¿Y eso es muy dificultoso de buscar, Belardo amigo? BELARDO: De que te burlas conmigo, Laura, yo no estoy quejoso, pero de que hagas favores a Doristo y a Roselo, pues a mí, con justo celo debes hacerlos mayores. Aunque rústico, he leído, y aunque pastor, he estudiado; sé de labranza y ganado, sé de amor y sé de olvido. Aunque he sido labrador, no siempre he sido grosero. LAURA: Belardo, yo no te quiero confesar que tengo amor, pero si en las veras toco, está seguro también que eres en el mundo quien no puedo ni tengo en poco. En caso que el padre mío quiera casarme algún día, nadie como tú sería más dueño de mi albedrío. BELARDO: ¿A todos preferirás? ¡Que a tan altas glorias vengo! ¿Quieres el alma que tengo? Mira que no tengo más. ¿Quieres que me vuelva loco? Porque con un cuerdo puede, bien que a tanto bien excede, estimar menos que poco. ¿Tal bien merecí de ti? LAURA: Tampoco, Belardo, quiero que te desvanezcas. BELARDO: Muero en pensar que vivo en ti. LAURA: Cerca estamos de la fuente; vete, no venga Dantea, o otro alguno que me vea estar contigo. BELARDO: Deténte. LAURA: ¿Qué quieres? BELARDO: Mándame en tanto algo en que te sirva. LAURA: Vete, y hazme un bello ramillete. BELARDO: Robaré a la tierra el manto; quitaré las varias flores de que se muestra compuesto, mayormente las que han puesto transformaciones de amores, o las que mi amor imiten; aunque si pasas después, tú las darás con los pies más que mis manos les quiten.
Vase
LAURA: Ni sé de amor, ni tengo pensamiento que me incline a pensar en sus memorias, que sus desdichas, como son notorias, de lejos amenazan escarmiento. Sus imaginaciones doy al viento, sirviéndome de espejos mil historias, y así de la esperanza de sus glorias, aún no tengo primero movimiento. Amor, Amor, no puedes alabarte de que rindió tu fuego mi albedrío, ni que en el campo voy de tu estandarte. Las flechas gastas en un bronce frío; no te canses, Amor, tira a otra parte, que es fuego tu rigor, y nieve el mío.
Vase; salen CÉSAR y TEODORO
CÉSAR: Vuélvete acá, Teodoro, que aquí la quiero buscar. TEODORO: ¿Qué es lo que quieres cenar? CÉSAR: Esto que suspiro y lloro. TEODORO: Anda, que vives cansado, y eso será desatino. CÉSAR: No me ha cansado el camino; hame cansado el cuidado. TEODORO: Perdices hay extremadas que hoy me trajo un cazador. CÉSAR: ¿Son de lazo? TEODORO: No, señor, antes vienen azoradas, que están de linda sazón. CÉSAR: Todos cazan lo que emprenden; sólo a mí se me defienden su dureza y condición. En fin, ¿no quiso la grana? TEODORO: Cosa ninguna tomó: hasta en no tomar mostró que es su condición villana. Conoce a lo que se obliga quien toma. CÉSAR: Dices verdad; vete. TEODORO: Adiós.
Vase TEODORO
CÉSAR: ¡Oh, soledad, de mis desdichas amiga! Descanso en ti solamente, porque en contemplar me agradas de una fiera las pisadas que trae veneno a esta fuente. ¡Ay de mí, que aquélla es! Que a la boca, para henchilla, pone allí una cantarilla, y sobre el mármol, los pies. ¡Oh, efeto de mi pasión, ansias débiles y tiernas, temblando me están las piernas del peso del corazón! Corazón de fuego y hielo, no peséis mientras pensáis, que si tanto me pesáis, daréis conmigo en el suelo. ¿De qué furioso león, de qué tigre estáis temblando? ¿Qué toro me está mirando, que así tembláis, corazón? ¿Así tiembla un caballero? No es animal, que es mujer, pero ¿dónde puede haber algún animal tan fiero? Y dado que mujer sea, ¿de qué Amazona tembláis? ¿Qué Lucrecia conquistáis? ¿Qué reina miráis, qué dea? ¿No es ésta una labradora con un cántaro de barro, y no el venablo bizarro de la bella cazadora? Pues, ¿cómo agora teméis a hacer las historias nuevas, que aquel príncipe de Tebas, o que desnuda la veis? ¡Que no sólo está vestida, sino de rigor armada!
Ha de haber en el tablado una fuente, donde ha de haber estado todo este tiempo LAURA, junto a ella, hinchiendo el cantarillo
LAURA: ¡Cielos! ¡Toda estoy turbada, de ver este hombre, ofendida! ¡Yo pensé que no volviera de la corte al monte más! CÉSAR: ¡Deténte! ¿Dónde te vas? ¡Espera, Dafne ligera! ¡Plegue a Dios que en el laurel donde ella se transformó te vuelvas, para que yo ciña mi firmeza dél! Supe que tomar no quieres mi presente, para ser diferente, aunque mujer, de las más de las mujeres. Hasme enojado, pues veo, aunque esto siempre lo vi, que no me estimas a mí, pues no estimas mi deseo. Que yo te enfade, no es mucho, pues que no me tienes fe. LAURA: De mí me espanto, a la he, César, de ver que os escucho. Sepamos qué obligación de no tomar me caería, lo que vuestro amor me envía, adonde falta razón. Si hubiera correspondencia de mí a vos, y despreciara vuestros dones, yo pensara que eran efetos de ausencia; pero si no puedo yo igualaros ni quereros, ¿de que podéis ofenderos? CÉSAR: Igualarme, ¿cómo no? Que no me meto en quererme, pues imposible ha de ser despertar una mujer que a tan fieros golpes duerme. ¿Qué te falta, o qué no sobra en tu valor para mí? LAURA: ¿No me entendéis? CÉSAR: Laura, sí. LAURA: César, quien obliga, cobra. No os canséis en obligarme: yo tengo resolución, que mil libras de pasión no dan de gusto un adarme. Basta que nuestros crïados a vos se vuelven corridos de verse tan resistidos de mis intentos honrados. No permitáis vos también venir aquí donde os venza, para volver con vergüenza de mi forzoso desdén. Pues os basta estar corrido de ver que un liviano amor querrá derribar mi honor, tantos años defendido. No suelen los caballeros venir por aquí a estas horas a burlar las labradoras con regalos lisonjeros. Esas vanas falsedades, llenas de palabras feas, no son para las aldeas, gastaldas en las ciudades. Que os juro que no podréis vencerme, aunque más finjáis, si en esta fuente os tornáis con lágrimas que lloráis. Y esto no es desprecio, no, que fuera descortesía, mas sola estimación mía y honor que profeso yo. Tengo un padre viejo, y tal, que puesto que es molinero, como al Duque le venero, vuestro señor natural. Y cuando no le tuviera, por mí sola no bastara el Rey que me conquistara para que a Dios ofendiera. Ya no hay remedio que os cuadre, pues que son tres contra vos: mi padre, después de Dios, y yo, después de mi padre. CÉSAR: No te preguntaba yo toda aquesa historia junta. LAURA: Por no escuchar la pregunta, la respuesta se alargó. CÉSAR: Mil veces estoy pensando que te falta entendimiento. LAURA: Que te sobra atrevimiento siempre estoy considerando. CÉSAR: ¿No conoces que merezco una mujer, sea quien fuere? LAURA: La que queréis, si no os quiere, como necia la aborrezco. CÉSAR: Luego ¿aborréceste a ti? LAURA: No, que vos no me queréis, porque sólo pretendéis, César, burlaros de mí. Quien quiere, quiere el honor y el bien de aquello que quiere; quien quiere el gusto, prefiere al santo honor el amor. César, mi honor defiendo. CÉSAR: No le puedes tú perder, pues siendo humilde mujer, enriquecerte pretendo. No te faltará marido; y que mi mujer te hiciera, no dudes, si no tuviera al Médicis ofendido. Yo lo sé, porque lo temo, puesto que tu amor me anima, que aunque en extremo me estima me aborrecerá en estremo. Amóme por mi virtud; si en mí conoce esta falta una persona tan alta, y de tanta rectitud, no me ha de ver más la cara. Vuelve tú por mi opinión, que no es bien que tu afición me venga a costar tan cara. No fundes en interés del honor lo que es mejor; fúndate en amor, que amor se paga en lo mismo que es. Laura mía, Laura bella, más bella y más dura que el alma de piedra en laurel, que al mismo Sol atropella. Que eres laurel bien se entiende de ese tu intento y valor, pues el rayo de mi amor no te toca ni te enciende. Si no fuera voluntad tan del alma aquesta mía, muchas mujeres había hermosas en la ciudad. No soy yo tan desechado, no tan viejo, ni tan feo, que no fuera mi deseo de algunas de ellas amado. Si tienes entendimiento, conoce aquesta verdad, y verás que su beldad no es honesto pensamiento. Mi llanto, pena y tristeza te muevan del César hora; que en fin, cuando un hombre llora, grande amor o gran flaqueza. LAURA: Ya conozco el falso estilo: por la fecha sé la mano; no conmigo, cortesano, lágrimas de cocodrilo. CÉSAR: Mira, que me mataré. LAURA: Mejor es que no matarme; quiero el oído taparme. CÉSAR: ¿Eres piedra? LAURA: No lo sé, pero mejor es quitar la ocasión. CÉSAR: Laura bella, ¿qué desesperada estrella un bronce me obliga a amar? LAURA: Déjame. CÉSAR: Dame a beber con aquesa cantarilla; yo volveré luego a henchilla. Hazme, Laura, ese placer. Dame esa agua. LAURA: ¿Agua pedís? CÉSAR: Sí, para templar la boca. LAURA: Es toda esta agua muy poca para el fuego que decís. Tomad, bebed. CÉSAR: Muestra. LAURA: ¡Cielo, poned alas en mis pies! Que está loco, y si lo es, corre peligro mi celo. Por estas ramas me voy.
En tanto que está bebiendo CÉSAR, se va LAURA
CÉSAR: ¡Laura, Laura, Laura mía! Seguirte, Laura, podría, y dejar de ser quien soy. Pero si Apolo corrió tras de otro duro laurel, tras quien es lo mismo que él, ¿qué mucho que corra yo? Pero no, que si la sigo, cuando la venga a alcanzar, o la tengo de forzar, o la he de llevar conmigo. ¿Qué dije? ¡Válgame Dios! ¡Deténte, amor, que eres loco! ¡Honor, detenelde un poco, pues que sois tan cuerdo vos! ¡Detened este caballo tan fuerte, que me despeña! ¡Mirad que es fuego, y soy leña, que es rey y que soy vasallo! Ya habla el honor; pues hable no de Laura, laurel, roble; como es villana y soy noble, hay diferencia notable. Si fuera un tosco villano, no se ofendiera de mí; mas no voy bien por aquí, pues el argumento es llano. Si noble la quiero bien, siendo villana tan llana, bien puede, siendo villana, querer a un noble también. ¡Terrible fue mi desdicha, no puede llegar a más! ¿De cuál amante jamás ha sido escrita mi dicha? ¡Que una labradora humilde me quite el Duque, mi dueño, la corte, el sustento, el sueño! ¡Cielos! que muero, decilde. Volved por mí, que estoy loco, no de amor, de lo que pierdo; que cualquiera que ama es cuerdo mientras que le cuesta poco. Mal me defendéis, honor; volvedme a reprehender. Yo, César, ¿qué puedo hacer donde tanto puede honor? Laura es hermosa, es crüel, quiere a un laurel, que es lo propio. Bien dice, no es medio impropio: ¡alto! buscaré un laurel. Vele aquí, mas son antojos, haréle ¡por Dios! pedazos; tiene ramas, no son brazos, tiene hojas, no son ojos. ¡Qué triste imaginación! Pues que consolarme quiero, perdiendo lo verdadero con los que retratos son. Árbol para triunfos ciertos, como fueras para mí, coronárame de ti si fueras árbol de muertos. Si en las vitorias has sido premio del que puede más, ¿cómo para mí serás? que soy de Laura vencido. Dicen que no crece amor donde no hay correspondencia y que con la resistencia ha venido a ser mayor. Yo amo y no soy amado: paga mi amor con olvido. ¿Cómo he de ser escogido, pues apenas soy llamado? ¡Que me abraso, que me muero! Piedad de mis dulces ojos, ¡tantos villanos enojos, a un alma de un caballero! Desnudaréme; haré cosas que muevan a compasión.
Sale BELARDO
BELARDO: Estos los mármoles son de aquellas fuentes hermosas donde a mi Laura dejé. Laura mía, mas ¡ay, triste! CÉSAR: ¿Volviste, Laura? ¿Volviste? BELARDO: Sin duda Laura se fue. CÉSAR: ¿Quién eres, que a mi dolor estás presente? BELARDO: ¡Ay de mí! ¿César no es aquéste? ¡Sí, y de esta quinta el señor! Algún mal grave le ha dado, ¿Qué tenéis? ¿Qué habéis habido? CÉSAR: Desdichas, amigo, han sido, de un mal nacido cuidado. BELARDO: ¿Estáis acaso en desgracia del Duque? Habráos descompuesto envidia, que suele presto trocar en odio la gracia. ¡Ah, palacio mal seguro! Ved lo que puede el mandar: que es la envidia en el bajar lo que la yedra en el muro. Señor, haced buena cara a la Fortuna, aunque fiera, porque ninguno subiera, si no es que alguno bajara. Quiero avisar en la quinta antes que se pase el día; pienso que en la fantasía algunas quimeras pinta. Lo que acude de tropel a un cortesano perdido, memorias de lo que ha sido cuando ya no rezan dél. Quiero avisar a Teodoro y a los que con él están, adónde hallarle podrán.
Vase
CÉSAR: Al fin, Laura, yo te adoro. Estaba en mi fantasía consultando la Razón, por ver si era obligación quererte bien, Laura mía. Sentóse el Entendimiento en su silla a presidir; dio la Memoria en venir con el uno y otro cuento. Alegó de tu hermosura la vista méritos tales, que más fueron celestiales que no de mortal criatura. Replicó el Honor que fuiste villana y mi desigual, que era contra ti fiscal, y supo cómo naciste. Amor, tu procurador dio una petición por ti; pidió término, y en ti fue buen término el rigor. Sacó un desprecio el proceso de tus desdenes tan malo que apenas hubo un regalo testigo en todo el suceso. Y estando toda la sala en aquesta confusión, dijeron a la Razón más de alguna razón mala. Echando al Entendimiento con una extraña crueldad, dieron a la Voluntad la presidencia y asiento. Y ella, como juzga ciega, aunque jamás te ofendí, me manda entregar a ti: ¡ved a qué fuego me entrega! Tú, sin guardar el decoro de reina, tan mal me tratas, que te adoro, y tú me matas, y en fin, Laura, yo te adoro.
Salen OTAVIO, CARLOS y TEODORO
OTAVIO: No hubiera yo venido, ni dejara que él viniera, Teodoro, si supiera que su mal se aumentara de esta suerte. CARLOS: A lástima notable me ha movido. OTAVIO: Podrá mover, señores, a las piedras. CARLOS: ¿Es aquél que allí está medio desnudo? TEODORO: Él es, sin duda. OTAVIO: ¡Ah, César! ¿Qué es aquesto? Los caballeros nobles, los que aspiran a gobiernos, a fama, a pretensiones dignas de la nobleza de su sangre, los que son el espejo de la corte, en quien también sus ojos pone el príncipe, toman los demás virtüoso ejemplo, ¿se dejan olvidar de esta manera, del ser, gobierno, mando, obligaciones, espejo, ejemplo y lo demás que debe un hombre a ser quien es? CARLOS: Muy mal parece, señor César, que un hombre de las partes que Dios ha puesto en vos, las aventure de esta manera por tan vil sujeto. Esto no es cosa que ella lo agradece. Si fuera una señora que entendiera esos efetos de un amor tan loco, y dándoles lugar en la memoria los pagara después con muchas lágrimas, no fuera mucho hacer esas locuras; pero una villaneja que no sabe más de llevar el agua a su molino e ir al monte, a la corte y al aldea con la carga del pan y de la leña, y por ventura sufre los requiebros de algún villano con mejores ojos, es lástima que os quite la memoria de quien sois, tan a costa de la vida, y no menos del alma y de la honra. CÉSAR: Corrido estoy que así me hayáis hallado, y de que Carlos como estoy me vea; que en fin, Otavio, de mi mal testigo, no importa que lo fuera en mis flaquezas. Carlos, mancebo sois, hombre de ingenio, ¿quién duda que sabréis por experiencia o por lo que en los libros habréis visto, la gran fuerza de amor? CARLOS: ¿Queréis agora darnos disculpa? CÉSAR: ¿No es razón? CARLOS: No, César, sino entrar en su casa libremente, quitársela a su padre aquesta noche, y en gozándola, darla algún dinero, que lo tendrán los dos a gran ventura. OTAVIO: Carlos dice muy bien, que entre villanos, la fuerza solamente es de provecho. ¡Mucho entiende de efetos amorosos una hija, por Dios, de un molinero! Estas quejas son buenas para Orlando, desvanecido por la bella Angélica, empero para vos, de ningún modo. Aquí tenéis amigos tan del alma, que por vos perderán hacienda y vida, crïados en la quinta y buenas armas. Vamos luego, que el manto de la noche encubre el sol, y sin gastar palabras, lágrimas, quejas, voces y suspiros, la gozaréis a todo vuestro gusto. CÉSAR: Amigos, ya parece que serena su cara el cielo, que se quita el aire, que ha parecido el sol, la luz hermosa, que se tranquila el mar, que llego al puerto. Dadme aquesta mujer de cualquier modo. OTAVIO: ¡Qué grave Elena, que robar intentas! Perdiérase Florencia como Troya. ¡Vamos de aquí! CÉSAR: Bien dices, que el más pobre es quien menos amigos tiene y goza, y aquel que tiene más, ése es más rico. Vosotros sois, amigos, mi riqueza; por vosotros saldré de esta locura, que amor gozado, puesto que estoy loco, bien sé que para en arrepentimiento. ¡Vamos! Y tú, Teodoro, prevén armas. OTAVIO: Armas y gente, la que basta y sobra. TEODORO: Bastan media docena de arcabuces, para cuarenta mundos de villanos. CÉSAR: Y más si se fabrican de mi fuego. CARLOS: Presto verás tu gusto. CÉSAR: ¡Ah, Laura, ingrata, así se ha de tratar a quien maltrata!
Vanse y salen ROSELO con una alforja, DORISTO con una cesta tapada, y LAURA
LAURA: ¿Que de Florencia venís? ¿Que habéis en Florencia estado? ROSELO: Y aun hubiéramos llegado a Nápoles y a París. No hemos dejado botica donde no hayamos mostrado las cédulas. LAURA: ¿Que os han dado lo que pedí? DORISTO: ¡Cosa rica! LAURA: Pues ¿de adónde lo traéis? DORISTO: En Florencia un estudiante, pienso que era nigromante, por cinco reales o seis, nos dio bastante recado. LAURA: ¿Traéislo? ROSELO: Yo traigo el mío en esta alforja, que fío que viene muy bien guardado. LAURA: Muestra a ver. ROSELO: Este papel es la flor de azar de dados, que son dos ases pintados a manera de clavel. Ésta es del ángel la pluma, que de un retablo quitó, que allí de bulto halló, que no en el cielo presuma. Éste es papel de arrebol de cierta luna menguante, y éste, leño del gigante, el palo del guardasol. Las coces de los caballos del sol traigo en este lomo: Sol se llama un mayordomo, y fui a su casa a esperallos. Ésta es cáscara del huevo del cisne, y ésta la oliva de la paloma. LAURA: ¡Así viva, que eres gallardo mancebo! ROSELO: El humo de la escopeta traigo en esta caja. LAURA: A ver. ROSELO: Saldráse, no es menester vello; lo que es del poeta varias imaginaciones, traigo en aqueste librito, y dentro de este vasito, del mosquito los riñones. LAURA: (Bravamente lo han cumplido. Aparte Alguno los ha engañado.) Muestra tú. DORISTO: También he hallado todo lo que me has pedido. La tos de Lucrecia es ésta.
Tose DORISTO
LAURA: Tente, bueno está. DORISTO: El viento de la nave cogí a tiento, y traigo en aquesta cesta. LAURA: Muestra. DORISTO: No tiene color, ni cuerpo para tocar, pero tan cierto es estar, como yo que os tengo amor. Éste es hilo de Teseo. LAURA: ¿Tan gordo? DORISTO: Hilólo su agüela que era ya muy vieja; en vela, no tiene sueño Morfeo, pero venid a mi cama desde las once a las seis, adonde hallarle podéis.
Sale LUCINDO, padre de LAURA
LUCINDO: Siempre al lado de su dama, siempre acá en conversación. ¡Váyanse al monte malhora! ¡Y qué ufana la señora está oyendo su razón! LAURA: ¿Yo, señor? LUCINDO: Yo, señor, pues; ¡váyanse luego! ROSELO: Sí harán. LUCINDO: Pues ¿qué aguardan? ROSELO: Ya se irán, que no se han de ir en sus pies.
Vanse los dos
LUCINDO: ¿Para qué, Laura, entretienes estos necios? LAURA: Preguntaba lo que en Florencia pasaba, como cuando de allá vienes. LUCINDO: Hija, una honrada mujer no tiene que preguntar; del preguntar y el hablar nace luego el responder; del responder, la amistad, del amistad, el desprecio, y más, amistad de un necio, que es peste la necedad. LAURA: Ya tienes satisfación de que, aunque vivo sin madre, sé que te tengo por padre, y que sé tu condición. Si la honra se perdiese, en tu pecho se hallaría. LUCINDO: Lo que la bajeza mía a lo menos permitiese. Pero en ser de labrador, que en esto es común la ley, que entre el labrador y el rey, hago espejo del honor. El cortesano se nombra con diferente grandeza, mas no hay pelo en la cabeza que no piense que hace sombra. Haz, por tu vida, que allá no traten esos de ti, porque tu remedio en mí no duerme, despierto está. Este Belardo es buen mozo, y ha que sirve muchos años. LAURA: ¿Finges aquestos engaños, por verme el alma en el gozo? LUCINDO: No, sino porque es mi gusto. LAURA: Y el tuyo mi voluntad. LUCINDO: Ruido siento, y en verdad que a estas horas me disgusto.
Salen CÉSAR, OTAVIO, CARLOS, TEODORO y gente con escopetas
CÉSAR: Entrad con libertad. OTAVIO: ¡Mirad qué alcázar, sino un molino pobre! LUCINDO: ¿Qué es aquesto? ¡Oh, vecinos! ¡Oh, César! CÉSAR: ¡Oh, Lucindo! LUCINDO: ¿Háseos perdido acaso alguna caza? CÉSAR: La caza que buscamos es aquésta: asid a Laura. LUCINDO: ¡Ay, desdichado! ¡Ay, mísero de mí! César, ¿qué haces? CÉSAR: Andad, buen viejo, que ésta es honra vuestra; yo daré buen marido a vuestra hija y a vos muy buena renta, de manera que dejéis esa vida trabajosa. LUCINDO: No soy, traidor, aunque villano pobre, tan vil que venda yo mi propia sangre, ni padre tan avaro, que mi hija te dé por la codicia de tu hacienda. Que en aqueste molino derribado soy más bueno que tú cuarenta veces en tu quinta pintada y llena de armas; que esta harina que cubren estas puertas es más limpia que el oro de las tuyas. CÉSAR: Buen viejo, si queréis guardar la vida, no habléis en ofensa de mi gusto. LUCINDO: ¿Sabes que hay Dios? CÉSAR: ¡Pues no! LUCINDO: ¿Sabes que hay duque? CÉSAR: Y le sirvo en su casa. LUCINDO: Pues avísote. LAURA: ¡Ah, padre! ¡Ah, padre mío! ¿Así me dejas en poder de estos fieros? LUCINDO: Hija mía, si te comprara con piadosas lágrimas, si con la sangre de mis secas venas, no dudes que la diera por tu honra. CÉSAR: Tirad con ella. LAURA: ¡Ah, padre!
Llévanla, y queda solo LUCINDO
LUCINDO: ¡Ah, fiero bárbaro! ¡Águila, que me llevas mi paloma! ¡Valiente, que a un pobre molinero...! ¡Ah, gente! ¡Amigos, hola!
Salen BELARDO, ROSELO y DORISTO, molineros
BELARDO: ¿Qué es esto? ¿Que dais voces? ROSELO: ¿No os vais ahora, bueno? LUCINDO: A mi Laura querida lleva César. BELARDO: ¿César, el dueño de esta casería? LUCINDO: César es dueño de esta infame hazaña. BELARDO: ¡Vamos allá! ¡Rompámosle las puertas! LUCINDO: ¿Con cuáles armas? BELARDO: Piedras son bastantes. LUCINDO: Venid conmigo. DORISTO: ¡Oh, perro! ROSELO: ¡Ay, Laura mía! LUCINDO: ¡Justicia, Duque de Florencia! ROSELO: ¡Ah, cielos! LUCINDO: ¡Justicia, noble Médicis! DORISTO: ¡Da voces! BELARDO: No temas, pues a todos nos conoces.

FIN DEL ACTO SEGUNDO

La quinta de Florencia, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002