JORNADA SEGUNDA


INÉS con manto, y una carta, y MACHÍN con botas y espuelas; dale la carta a MACHÍN
INÉS: Ésta, Machín, es la carta para tu señor. MACHÍN: Inés, sólo falta que me des, para que aliviado parta, esos brazos. INÉS: Yo los doy con el alma. MACHÍN: Aprieta más. INÉS: Al fin, ¿a Chile te vas? MACHÍN: Al fin, a Chile me voy, a ser nuevo paladín: mas tente, que si el amor no me engaña, es mi señor el que estoy viendo.
Sale GUZMÁN con un penacho en el sombrero con plumas blancas y verdes
GUZMÁN: Machín. MACHÍN: ¿Es posible que te veo, señor de mi vida? GUZMÁN: Inés, ¿no me abrazas? INÉS: Con los pies satisfaces mi deseo. A ganar de mi señora las albricias, voy volando. GUZMÁN: Espera, Inés, dime cuándo la podré ver. INÉS: No hay ahora quien lo impida, que la muerte sepulta a su padre ya; y la suya sólo está en dilación de verte. Ven conmigo.
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GUZMÁN: Ya te sigo. MACHÍN: Una carta te escribía doña Ana, y hoy me partía a Chile, a buscar contigo la vida, o sin ti la muerte.
Dale la carta, y GUZMÁN la abre y lee
GUZMÁN: Yo me confieso obligado de tu amor. MACHÍN: Yo lo he quedado de tu venida a la suerte, pues que te dije del trote de un rocín. Mas ya, señor, di, ¿pasan los días por ti? Con un palmo de bigote te imaginaba, ¿y te vienes tras la ausencia de tres años calvo de barba? ¿Qué baños, qué ungüentos, qué drogas tienes para no barbar? Que quiero verme libre de una vez de irle a entregar la nuez cada semana a un barbero. GUZMÁN: Machín, si tengo de hacello, procúralo merecer, porque no lo has de saber mientras me tratares de ello. MACHÍN: ¿De modo que lo dirás si no lo pregunto? GUZMÁN: Sí. MACHÍN: Pues digo que desde aquí no lo pregunto jamás; pero ya tu hermosa amante a recibirte se ofrece.
Salen ANA e INÉS. Vala a abrazar GUZMÁN, y ella lo detiene
GUZMÁN: Si tus abrazos merece, señora, un amor constante. ANA: Detente, Guzmán. GUZMÁN: ¿Qué es esto? ANA: Solos nos dejad los dos. INÉS: Vamos, Machín.
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MACHÍN: Vive Dios, que la larga ausencia ha puesto muy mal acondicionado este juro, y no querría, que tú también, Inés mía, la finca hubieses mudado.
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GUZMÁN: Ya estamos solos, ¿ahora podré merecer los brazos, cuyos amorosos lazos, firmemente el alma adora, tras tanta ausencia, doña Ana? ANA: Escucha primero el daño, de que fue causa un engaño, la noche que a la ventana te hablé, que fue la postrera de tu vista, y mi contento, como fue de mi tormento, y tu agravio la primera: que puesto que me has escrito por disculpa, que el respeto de mi fama, y el secreto de tu amor, causó el delito de no aguardar la ocasión de entrarme a ver, porque había gente en la calle, y sería atropellar mi opinión. Yo, porque no es bien fïar tan grave paso a un papel, no quise decirte en él lo que ahora has de escuchar; porque el remedio te toca, como en el caso verás, que de otra suerte jamás rompiera el sello a la boca. GUZMÁN: Señora, el siguiente día de esa noche, que por ti, y por tu opinión perdí la ocasión, que el alma mía tan largo tiempo ha llorado salí al campo con Miguel de Arauso, y riñendo en él fue el Alférez desdichado más que yo, pues de una herida penetrante que le di, entre la sangre le vi casi despedir la vida. De este suceso obligado me partí solo, y a pie desde allí, que aun no avisé a Machín, este crïado, que es mi compañero fiel en los bienes, y los daños, causa de que estos tres años haya vivido sin él en Arauco, adonde huyendo llegué al fin, y no escribí señora, a Machín, ni a ti en muchos meses, temiendo que descubrirme podrían las cartas, que los discretos nunca importantes secretos de frágil nema confían, hasta que después sabiendo, que sanando de la herida Miguel de Arauso, y la vida de una enfermedad perdiendo, llegué, doña Ana, a tener seguridad, y con esto me dispuse lo más presto, que pude venirte a ver. Éstos han sido los pasos de mi ausencia, y mis enojos y la gloria de tus ojos me han impedido estos casos. Cuenta ahora confïada los tuyos, pues ofrecida tengo a tu gusto la vida, y a tu defensa la espada. ANA: Después que de la ventana me aparté, Guzmán, y muertas las luces, mi casa toda ocuparon las tinieblas. A cumplir lo concertado contigo, volví a la puerta de la calle, abrí, y dos hombres hallé parados en ella. Tú y Machín, érades dos; ¿quien recelarse pudiera, si en número conforman, y en aguardarme concuerdan? Dame la mano, y los dos me seguid, dije, y apenas lo pronunciaron mis labios, cuando tan callados llegan. Me dan la mano, y me siguen, que si mil causas tuviera de recelarme, esto sólo desmintiera las sospechas. Mientras las confusas sombras, hasta mi cuarto penetran; la obscuridad, y el silencio sus engaños lisonjean. A mi retrete llegamos, cierro muy quedo la puerta, y el que tengo por mi dueño dentro conmigo se queda, dejando al que imaginaba que era tu crïado, fuera con Inés, por darla a solas a nuestro amor más licencia. El traidor nada cobarde, las persuasiones empieza, por las obras, y a las manos da el oficio de la lengua. Es verdad que me tenía el amor tuyo tan ciega, que fuera en mi rendimiento fingida la resistencia. Mas al abrazo primero, su persona corpulenta, de la tuya delicada me ofreció la diferencia; y para certificarme, tócole el rostro, y las señas varoniles, hallo en él, que tu poca edad te niega. Entonces, ay desdichada, cada vez que se me acuerda, entre nuevas turbaciones, faltan al pecho las fuerzas, como a la mísera nave en la confusa tormenta, mortal naufragio amenazan, ya las olas, ya las peñas, encontrados pareceres me animan, y me refrenan, cada vez más afligida, cada vez menos resuelta. Si me doy por entendida del engaño ha de ser fuerza resistir, aunque aventure la vida en la resistencia, que rendirme, confesando que no le conozco, fuera consintiendo mi deshonra, confesarle mi flaqueza. Si resisto, si doy voces, si llamo mi padre, es cierta, como su agravio, mi muerte, como su culpa, mi afrenta. Demás que en su edad caduca, y en sus ya débiles fuerzas, dos hombres, cuya osadía se conoce en lo que intentan. ¿Qué muerte no ejecutaran? Y más donde las tinieblas facilitan su delito, y aseguran su defensa. Al fin tras discursos varios, si discurre quien se anega, y camina quien sin luz tropieza en troncos, y peñas. Por menor daño tuvieron mis temores que me hiciera, no entendida del engaño, que entendida de la ofensa, que no pudiendo vengarla, pierde menos quien se muestra, ignorante con disculpa, que sentido con afrenta. Y así para dar color de virtud a mi flaqueza, mintiendo amorosos gustos, fingiendo palabras tiernas, y llamándole mi esposo, legitimé la licencia de entregarle de mi honor la posesión que desea. Mas como aquel que a la orilla del hondo lago forceja, con las humicidas aguas entre la muerte conserva el cuidado de la vida, y un junco, o rama pequeña, ansioso prende, librando el postrer remedio en ella. Así yo entre las congojas, entre las ansias, y penas de la muerte de mi honor al agresor de mi afrenta, para poder conocerlo, para señal de la deuda, para testigo del daño, quitar procuré una prenda. La turbación, el recato, y el temor de que entendiera mi intención, no permitieron más curiosa diligencia de la que bastó a quitarle unos guantes, porque es fuerza contentarse con la suerte, donde la elección se niega. Mas por aumentar mis males te obligó mi suerte adversa a ausentarte de este reino antes que a verme volvieras, siendo el silencio forzoso hasta verte, porque fueran tres siglos de infierno mío los tres aþos de tu ausencia.
Muéstrale los guantes
Éstos, Guzmán, son los guantes, si concerlos confiesas, y del donatario aleve, a quien los distes te acuerdas; si no pretendes sufriendo tan claro agravio, que entienda que fuiste cómplice injusto de su engaño, y de mi afrenta su castigo, mi remedio, y tu venganza prevenga tu valor, que nunca supo sufrir livianas ofensas, pues fue ladrón de tu gloria, y causador de mi pena, y siendo yo tuya, corren mis agravios por tu cuenta. GUZMÁN: (Don Diego sin duda fue Aparte el agresor, bien lo prueban los guantes, y ser amante de doña Ana, que ni fuera de su puerta, y de su calle a tal hora centinela, ni emprendiera tal exceso, sino que amor le tuviera, y si supo que me hacía a mí el agravio, me fuerza más que a remediar el daño, a vengarme de la ofensa.) Doña Ana, sola una cosa, para que el modo resuelva del remedio, o la venganza, es forzoso que me adviertas. ¿Nombrásteme aquella noche? ¿El ladrón de tu belleza pudo entender que era yo a quien hurtaba tus prendas? ANA: No me acuerdo, si primero que el engaño conociera te nombré, que como estaba de tan gran traición ajena, quitó la seguridad como el cuidado a la lengua, la atención a la memoria. Pero después, yo estoy cierta, de que tu nombre oculté, y con la misma advertencia, Inés, en desconociendo el compañero, refrena los labios, no sé si fue de medrosa, o de discreta. GUZMÁN: Dame los guantes, y fía, que han de faltar las estrellas a la noche, luz al sol, agua al mar, centro a la tierra, o has de ver, aunque al traidor el mismo infierno defienda, su castigo ejecutado, o tu opinión satisfecha.
Dale los guantes
ANA: Dime, ¿quién es mi enemigo? GUZMÁN: Primero quiero que sepas de mi valor el efecto que el causador de tu afrenta, porque según lo deseo, de ti misma se recela mi pecho, y la confïanza de este secreto te niega, porque no llegue primero que la ejecución, la nueva de mi enojo, a los oídos de quien vengarte deseas. ANA: Prevención es de tu amor, y de tu valor fineza. GUZMÁN: Mas debo a la confïanza con que tu honor me encomiendas.
Vanse y salen don DIEGO y don JUAN
JUAN: Tanto admiro que constante tres años la hayáis querido, como que no hayáis podido descubrir quién fue el amante que aquella noche esperaba. DIEGO: Mucho puede en mí el honor, pues no me vence el amor, que si primero la amaba, después acá he enloquecido. Mas idos con Dios, don Juan, porque Alonso de Guzmán, que me dicen que ha venido, voy a ver. JUAN: Yo no iré, por andarme despachando para España acompañando.
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DIEGO: Esta noche os buscaré.
Sale GUZMÁN con el penacho en el sombrero
GUZMÁN: Señor don Diego. DIEGO: ¿Que os veo, Guzmán? GUZMÁN: Apenas llegué cuando os busco. DIEGO: No podré significar el deseo que de veros he tenido. GUZMÁN: En esta ausencia fïad, don Diego, de mi amistad, que lo que más he sentido es de carecer de vos. DIEGO: Por más que lo encarezcáis, sé que a deberme quedáis. GUZMÁN: Si hemos de apostar los dos a finezas, yo querría que me dijérades antes qué hicisteis de aquellos guantes, que cuando a servir partía al punto, por prenda os di de amistad, y de memoria. DIEGO: ¿Importa para la historia que os dé cuenta de ellos? GUZMÁN: Sí, que viendo que vuestro pecho tanto llega a encarecer su amistad, quiero saber la estimación que habéis hecho de mis prendas, pues conmigo tanto las vuestras valieron, que ni los años pudieron, ni del bárbaro enemigo, la batalla más reñida, y sangrienta hacer jamás, que no defendiese más estas plumas que esta vida. DIEGO: Si estuviera el defender, el conservar, y estimar las vuestras en arriesgar la vida, podréis creer, que despreciara la muerte. Mas como son siempre vanas las prevenciones humanas contra el orden de la suerte, fue la misma estimación que de los guantes hacía, pues conmigo los traía de perderlos la ocasión. GUZMÁN: Ya por lo menos mostró el cuidado que he tenido, don Diego, que os he vencido en no descuidarme yo. Pero ya que no podéis vencido en esto negar, hay ocasión de cobrar, en las albricias que deis por cobraros la opinión que perdisteis en perderlos. Ved lo que daréis por ellos, en hallazgo que estos son:
Muéstraselos
¿conocéislos? DIEGO: Sí, Guzmán, que por las señas que ofrecen son ellos, o lo parecen. GUZMÁN: Pues ya, Don Diego, que dan reconocidos, probanza del suceso que sabéis, sólo quiero que me deis de hallazgo la confïanza de una secreta verdad; en cuya declaración mostraréis la estimación que tenéis de mi amistad. Supuesto que sé la historia, pues sé que dónde perdistes estos guantes, conseguistes en nombre ajeno la gloria mayor que el amor alcanza, dando la noche ocasión a hurtarle su posesión por engaño a otra esperanza. DIEGO: (¿Qué escucho? ¿Que se ha sabido Aparte por los guantes mi secreto? Causa de tan grave efecto indicio tan leve ha sido. El yerro ha estado en decir que los perdí, pues con eso conforma en parte el suceso. Mas ni pude prevenir el daño de confesarlo, ni advertí que los perdí la noche que cometí el delito, que a olvidarlo fueron tres años bastantes que han pasado.) GUZMÁN: Si el dudar es especie de negar: de tres puntos importantes quiero, Don Diego, avisaros, para que os determinéis. El uno, pues que sabéis que sé el caso, el recelaros y negármelo es quitarme la obligación de callar, y al contrario, es confiar de mí el secreto, obligarme a guardarlo, y de ello os doy la palabra; lo segundo, en que con más causa fundo lo que pidiéndoos estoy, es que sabe el agraviado que fuisteis vos el ladrón de su perdida ocasión; y que está determinado a mataros, y no haréis fácilmente que no goce la ocasión que él os conoce, y vos no le conocéis. Lo tercero, que yo estoy en el caso de por medio, y os advertiré el remedio, porque vuestro amigo soy, con que os declaréis conmigo, que en cambio de ello os prometo, que debajo de secreto os diré vuestro enemigo. DIEGO: Lo que referís confieso que es verdad, que confesarlo es lo mismo que contarlo, pues sabéis todo el suceso. Y así pues de vos me fío, resta ahora que cumpláis vuestra palabra, y digáis quién es el contrario mío, y el medio que prevenís para que me aseguréis. GUZMÁN: El contrario que tenéis soy yo. DIEGO: Guzmán, ¿qué decís? GUZMÁN: Que yo soy a quien hurtaste la ocasión, yo quien estaba en la calle, y aguardaba la gloria que vos gozasteis. Que advirtiendo que venía gente entonces, fue en mi amor retirarme por su honor, decoro, y no cobardía. Que la primer condición, que me puso, y prometí, cuando el alma le ofrecí, fue mirar por su opinión. Y pues sabréis mi valor, satisfecho puedo estar, de que no podréis pensar que lo hice de temor. Y ya que sabido habéis que soy yo quien la ha perdido, el remedio es ser marido de quien el honor debéis. DIEGO: Plugiera a Dios que pudiera, sin que mi opinión manchara, pues que su deuda pagara, y mi amor satisfaciera. Mas admírame, Guzmán, que en tan poco me tengáis, que en casarme pretendáis con quien tuvo otro galán. GUZMÁN: Si por tener otro amante honor hubiera perdido, os hubiera yo ofendido con demanda semejante. Mas supuesto que no infama siendo lícito el favor, y sólo daña al honor la ejecución, o la fama, justa es esta pretensión, pues que yo en su pensamiento alcancé sólo el intento, pero vos la ejecución. DIEGO: Lícito favor llamáis el que le determinó a las obras, y os abrió como aquí me confesáis, y probé con la experiencia la puerta? GUZMÁN: ¿Si me llamaba ya su esposo, no le daba el honor esa licencia? DIEGO: Sí, mas de eso mismo arguyo lo que conmigo perdió, que si a vos, Guzmán, os dio nombre de marido suyo, y aquella noche os abría su casa, con esta fe, ¿cómo me aseguraré de que otra vez no haría el mismo amoroso exceso con vos? GUZMÁN: Ésa es presunción bien fundada, y con razó habéis reparado en eso; ¿mas si os dejo satisfecho en esa parte seréis su esposo? DIEGO: ¿Cómo podéis, donde en vuestro mismo hecho vos no valéis por testigo? GUZMÁN: Pues si es imposible hagamos, porque el caso resolvamos, un contrato: yo me obligo si no os satisfago, a daros por libre de que os caséis, con que vos os obliguéis si os satisfago, a casaros, con que guardéis un secreto que de vuestro valor fío, ¿lo guardaréis como mío? DIEGO: Como quien soy lo prometo. GUZMÁN: Sabed, pues, don Diego amigo, que yo soy mujer. DIEGO: ¿Mujer? Valor que supo vencer en campaña al enemigo tantas veces, que aun excede el crédito a la opinión, y esperanza del varón más valiente, ¿cómo puede ser hijo del frágil pecho de una mujeril flaqueza? Y ya que naturaleza tan gran milagro haya echo, ¿cómo se pudo encubrir tanto tiempo, o qué ocasión en el traje de varón os ha obligado a servir en la guerra? Y si adoráis a doña Ana, ¿he de creer que amáis siendo mujer, otra mujer? No queráis acreditar imposibles. GUZMÁN: Mi historia, y las ocasiones de tales transformaciones, y casos tan increíbles con atención escuchad, que en ellas conoceréis de la novedad que veis el engaño, o la verdad. En San Sebastián, que es villa en la provincia soberbia vizcaína, la más rica, a quien el mar lisonjea; pues que llega a sus murallas a contribüir las perlas, si bien de las olas se hacen, y olas después quedan hechas, nací, don Diego. Mas ¿cómo te podrá decir mi lengua, que nací mujer? Perdone mi valor tan grave ofensa. Nací mujer en efecto, de antigua y noble ascendencia. Es mi nombre Catalina Arauso, que mi nobleza me dio este noble apellido, bien conocido en mi tierra. En la edad, pues, si se escucha, que es cuando la lengua apenas dicciones distintas forma, juzgaba naturaleza violenta en mí, pues desnuda de la mujeril flaqueza en acciones varoniles me ocupaba, haciendo afrenta a Palas, cuando vio a Venus pasar los muros de Grecia. La labor que es ejercicio de la más noble doncella, la trocaba por espada, las cajas y las trompetas me daban mayores gustos, que las músicas compuestas. Pero mis padres mirando en mi condición tan fiera, en un convento, que es freno de semejantes soberbias, me metieron. Ay, don Diego, ¿quién explicarte pudiera la rabia, el furor, la ira, que en mi corazón se engendra en ocasión semejante? Mas remito estas certezas a las violentas acciones que has visto en mí en esta tierra. Once meses, y once siglos pasé allí mi resistencia, casi a imitación del fuego, cuando le oprime la tierra. Mas viendo que se llegaba la ocasión, en que era fuerza hacer justa profesión ayudada de tinieblas, y femeniles descuidos, dejé la clausura honesta, quiero decir el convento, y penetrando asperezas, montes descubriendo, y valles, troqué el vestido, que alientan las desdichas con venturas, cuando los males comienzan. Llegué a la corte, y don Juan Idiáquez, que entonces era Presidente, conociendo mi vizcaína nobleza, teniéndome por varón, por paje me admite, a fuerza de peticiones que hice para obligar su grandeza. Supo todo esto mi padre. Vine a Madrid más resuelta, y animosa, a Madrid trueco por Pamplona, ciudad bella. A Don Carlos de Arellano serví en ella, mas la ofensa de un caballero atrevido, a quien di muerte sangrienta, me ausentó de ella; partí a la ciudad a quien besa el Betis los altos muros, Sevilla al fin, real palestra de los que siguen a Marte; al fin seguí a Marte en ella. En la Armada me embarqué indiana, llegué a la tierra que a España la fertiliza de oro que cría en sus venas. Hubo con el araucano soberbio sangrienta guerra; halléme en ella, mostré el valor que en mí se encierra yo sola en la escaramuza que vi trabada primera, maté..., mas esta alabanza díganlo bocas ajenas, que yo no te diré más de que en la ocasión primera me dio don Diego Sarabia de sargento la jineta, y después no pasó mucho, me honraron con la bandera que honró a Gonzalo Rodríguez, muerto a las manos soberbias de bárbaros araucanos, puesto que su muerte cuesta muchas vidas a los indios, y a mí heridas inmensas, que en mi pecho, si las miras, te darán clara evidencia. Puse en el rostro la mano de un caballero, y fue fuerza venirme a Lima, don Diego, adonde doña Ana bella, juzgándome por varón, amor y afición me muestra. Gocé un año sus favores, y al cabo de él representa vuestro amor el sentimiento y de que yo la adore y quiera. Dejé a Lima, fuime al Puerto, para que vos con mi ausencia gozásedes más favores, aunque aquella noche mesma la volví a ver, y esta vista fue causa que vuestra sea, con el engaño, don Diego, que vos sabéis, mas no es ésta ocasión de dilatar, lo que mi razón intenta. A Lima he vuelto obligada de mi desdichada estrella, que en impulsos de mi espada tiene sus acciones puestas. Tres años ha que este caso sucedió y ella me ruega, como a causa de este error, y principio de esta pena, que por su honor vuelva, y mire; aquesta es forzosa deuda en mí, pues que di ocasión a que su honor se perdiera. Vos lo podéis remediar, y lo habéis de hacer por fuerza cuando no queráis de grado; y advertid, que no os parezca porque soy mujer, don Diego, que no alcanzaré esta empresa. Que vive Dios que primero el Sol dejará a la tierra, a las arenas el mar, las aves la región fresca, la tierra a las verdes plantas, el fuego su altiva esfera, que vos podáis eximiros de pagar tan justa deuda, pues la razón os obliga cuando mi valor os ruega. DIEGO: Yo quedo de verdad tan prodigiosa, por las señas del rostro satisfecho, pues ya la barba en él era forzosa, mas don Juan, secretario de mi pecho, Inés, criada de doña Ana hermosa, Machín, privanza vuestra, son del hecho testigos, y es preciso darles cuenta de esta verdad para evitar mi afrenta, si tengo de casarme. GUZMÁN: No lo niego y de doña Ana el bien me solicita, mas publicar que soy mujer, don Diego, primero moriré que lo permita. DIEGO: ¿Qué haremos, pues? GUZMÁN: La llave que os entrego del secreto guardad, que el tiempo quita inconvenientes, y el discurso humano no tiene los remedios en la mano: dejádmelo pensar, que ya está hecho lo más pues con mi historia habéis quedado del honor de doña Ana satisfecho, y de vuestra sospecha asegurado. DIEGO: Vuestro secreto morirá en mi pecho, y de vuestra amistad voy confïado, que no obligue a doña Ana con mi afrenta.
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GUZMÁN: Su honor, y el vuestro, quedan por mi cuenta.
Sale el ALFÉEREZ de noche
ALFÉREZ: (Él es, y viene solo, pues la suerte Aparte después de tanto tiempo a su castigo la ocasión me dispone; con su muerte mi afrenta vengaré.) Muere, enemigo.
Sacan las espadas, achuchíllanse y éntranse
GUZMÁN: ¡Ah, vil traidor! ALFÉREZ: Procura defenderte. GUZMÁN: ¿Conoces que es Guzmán, el que contigo mide la espada? ALFÉREZ: Muerto soy, espera, déjame confesar antes que muera.
Vase. Salen OCAÑA, MONROY y PEROMATO, presos
OCAÑA: Cualquiera gallina miente si lo dice. MONROY: Yo lo digo; pero no habla conmigo, que a los gallinas desmiente, y sabe que no lo soy. OCAÑA: Si él lo dice, con él hablo. MONROY: ¿Ocaña, engáñate el diablo? ¿O estás borracho? OCAÑA: Monroy, ni he bebido, ni me engaña. MONROY: Triste, ¿quieres que te mate? OCAÑA: ¡Qué gracioso disparate! MONROY: Alá, doblen por Ocaña.
Achucíllanse con terciados, métese en el medio PEROMATO sin terciado; [salen] MOTRIL y JARAVA, presos
MOTRIL: ¿Es posible, que de plano confesase? JARAVA: No os espante, si le hallaron en fragante, y con la espada en la mano, desnuda y ensangrentada. MOTRIL: Si él negara, no muriera, por más indicios que hubiera. MONROY: ¿Qué es eso, Motril? MOTRIL: No es nada. Mató al Nuevo Cid Guzmán; prendiéronle, y al momento sin tocar el instrumento cantó como un Sacristán. OCAÑA: Yo apostaré que al pobrete le dan fuego su recado que al Virrey tienen cansado los delitos que comete y querrá abreviar con él.
Salen don DIEGO y don JUAN
DIEGO: Muerto de pesar, don Juan, viendo a Alonso de Guzmán en un trance tan crüel, que dicen que ha confesado el delito, y es forzoso que ser tan escandaloso, tan inquieto, y arrojado, provoque la indignación del Virrey. JUAN: Airado está, y en esta ocasión querrá hacer gran demonstración.
Sale MACHÍN llorando
MACHÍN: ¡Ay, amo de mis entrañas! ¿Cómo es posible, que plugo a los cielos, que un verdugo obscurezca tus hazañas? DIEGO: ¿Qué hay de tu señor, Machín? MACHÍN: ¡Ay, que el Virrey se ha mostrado más crüel, más obstinado, que suele un hombre rüin agraviado, y con poder. Según orden de milicia ha mandado hacer justicia de él al punto sin querer admitir suplicación, y ya se está confesando, y el pueblo todo aguardando la afrentosa ejecución. DIEGO: (Ya es esta ocasión forzosa Aparte de declarar que es mujer al Virrey, que es de creer que por ser tan prodigiosa le mueva a justa piedad, y aunque ella no lo confiesa, diré que es monja profesa, y pondrá a su potestad secular impedimento, pues siéndolo al tribunal del fuero espiritual, toca su conocimiento. Dos justos fines consigo con este tan fácil medio, pues que su vida remedio como verdadero amigo. Y con esto satisfechos Machín, Inés y don Juan, de que es mujer, quedarán los escrúpulos deshechos, que impiden, que tan forzosa deuda le pague a doña Ana, y su beldad soberana goce en paz, y unión dichosa.) Venid conmigo, don Juan. JUAN: ¿Adónde vais? DIEGO: A romper un secreto, que ha de ser el remedio de Guzmán.
Vanse. [Salen OCAÑA, MACHÍN, MOTRIL y MONROY]
OCAÑA: En fin quiso de este modo, Machín, ser más confesor, que mártir, vuestro señor, y ha venido a serlo todo. MACHÍN: Y con obstinado pecho dice--¡qué tema tan loco!-- que no ha de negar la boca lo que las manos han hecho. MOTRIL: Caprichoso disparate. MONROY: ¿Es por ventura mejor dar cabriolas? OCAÑA: No hay valor como guardar el gaznate.
Salen GUZMÁN, un ALCALDE [y un RELIGIOSO]
ALCALDE: Vístase la ropa, amigo. GUZMÁN: ¿Qué ropa? Yo soy soldado, ....................[ -ado] ....................[ -igo] y en mi traje han de llevarme. RELIGIOSO: No mire en puntos, hermano, que va a morir, y es cristiano. GUZMÁN: (Pues yo que dejo quitarme Aparte la vida por no decir, que soy mujer, ni traer faldas, había de querer llevarlas para morir?) RELIGIOSO: Advierta, que los perdones del hábito perderá. GUZMÁN: Misas hay, todo será un año más de tizones. RELIGIOSO: ¡Qué terrible obstinación! GUZMÁN: (Por no parecer mujer, Aparte todo lo quiero perder fuera del alma.)
Dentro todos
DENTRO: Perdón, perdón. MACHÍN: ¿Que lo dije luego?
Sale don JUAN
JUAN: La sentencia ha suspendido el Virrey, porque ha sabido de vuestro amigo don Diego que sois mujer. GUZMÁN: ¿Mujer yo? Miente, mande su excelencia ejecutar la sentencia, que don Diego se engañó por excusarme la muerte. MACHÍN: ¡Vive Cristo que has de ser, aunque no quieras mujer, y líbrate de esa suerte, que después ello dirá. RELIGIOSO: Si lo tiene por afrenta, sin fruto negarlo intenta, que el caso es público ya. JUAN: Y de todos viene a ser el mayor daño morir. GUZMÁN: ¿Para qué quiero vivir si saben que soy mujer?

FIN DE LA SEGUNDA JORNADA

La monja alférez, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002