LA ENTRETENIDA

Miguel de Cervantes

Texto basado en la edición príncipe, LA ENTRETENIDA en OCHO COMEDIAS Y OCHO ENTREMESES NUEVOS NUNCA REPRESENTADOS, COMPUESTAS POR MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA (Madrid: Viuda de Alonso Martín, 1615). Fue editado en forma electrónica por Vern G. Williamsen en 1997.


Personas que hablan en ella:

JORNADA PRIMERA


Salen OCAÑA, lacayo, con un mandil y harnero, y CRISTINA, fregona
OCAÑA: Mi sora Cristina, denmos. CRISTINA: ¿Qué hemos de dar, mi so Ocaña? OCAÑA: Dar en dulce, no en huraña, ni en tan amargos extremos. CRISTINA: ¿Querría el sor que anduviese de pa y vereda contino? OCAÑA: No hay quien ande ese camino que algún gusto no interese. [CRISTINA]: Siempre la melancolía fue de la muerte parienta, y en la vida alegre asienta el hablar de argentería. Motes, cuentos, chistes, dichos, pensamientos regalados, muy buenos para pensados, y mejores para dichos. OCAÑA: Sé yo, Cristina, con quién te burlas, y no es conmigo. CRISTINA: ¿Sabe, Ocaña, qué le digo? OCAÑA: ¿Qué dirás que me esté bien? CRISTINA: Dígole que no malicie con tan dañados intentos. OCAÑA: Pues a fe que en estos cuentos ando por la superficie; que, si llegase hasta el centro, ¡oh, qué diría de cosas! CRISTINA: Muchas, pero maliciosas. OCAÑA: Sálenme mil al encuentro del corazón a la lengua. CRISTINA: No te pienso escuchar más. OCAÑA: Vuelve, Cristina; ¿a dó vas? CRISTINA: Es el escucharte mengua, y enfádanme tus ruindades y tus modos de decir. OCAÑA: El que está para morir, siempre suele hablar verdades. Yo estoy muriendo, y confieso que quieres bien a Quiñones. CRISTINA: De tus malas intenciones agora se vee el exceso; agora se echa de ver que eres loco y laca... OCAÑA: Bueno; pronuncia de lleno en lleno, aunque el "yo" no es menester; que el ser lacayo no ignoro, sin rodeos y sin cifras. Y mal tu venganza cifras en no guardar el decoro que debes a ser fregona de las más lindas que vi, entre Quiñones y mí, ya cordera, y ya leona. CRISTINA: ¿Soy, por ventura, mujer que he de avasallarme a un paje? ¿O vengo yo de linaje de tan bajo proceder? ¿No soy yo la que en mi flor, por no querer ofendella, presumo más de doncella, que no el Cid de Campeador? ¿No soy yo de los Capoches de Oviedo? ¿Hay más que mostrar? OCAÑA: Con todo, te has de quedar, Cristina... CRISTINA: ¿A qué? OCAÑA: A buenas noches, Eres muy solicitada y muy vista, y no está el toque en que la flor no se toque, si al serlo está aparejada. Las flores en el campo están sujetas a cualquier mano: a las del bajo villano y a las del alto galán, al arado y al pie duro del labrador que le guía; pero la flor que se cría tras el levantado muro del recato, no la ofende el cierzo murmurador, ni la marchita el ardor del que tocarla pretende. La mujer ha de ser buena, y parecerlo, que es más. CRISTINA: Gran predicador estás; mas tu dotrina condena a tus lascivos intentos. OCAÑA: Lavántasles testimonio: que al blanco del matrimonio asestan mis pensamientos. CRISTINA: A mucho te has atrevido. Muestra; aquí está la cebada.
Dale el harnero. [Vase] CRISTINA
OCAÑA: Toma el harnero, agraviada deste que de ti lo ha sido. ¡Oh pajes, que sois halcones destas duendas fregoniles, de su salario alguaciles, de sus vivares hurones! Lleváisos la media nata deste común beneficio; dais en ella rienda al vicio, sin hallar ninguna ingrata: gozáis del justo botín y de la limpia chinela, y os reís del arandela y del dorado chapín; hacéis con modos süaves burla que os cuesta barata de aquellas lunas de plata que van pisando las graves. ¡Qué presto Cristina vuelve con la cebada y Quiñones! ¡Corazón, triste te pones! ¡La sangre se me revuelve en ver a estos dos tan juntos, tan domésticos y afables!
[Sale] CRISTINA, con la cebada, y QUIÑONES, el paje
CRISTINA: No le mires ni le hables. Si le hablares, no sea en puntos que te descubran celoso; que hará mil suertes en ti. QUIÑONES: Aunque mozo, nunca fui, ni soy, ni seré medroso. CRISTINA: Advierte que está delante. Tome, galán, la cebada. OCAÑA: ¿Bien medida? CRISTINA: Y bien colmada. OCAÑA: ¿Midióla mi so galante? CRISTINA: No la midió sino el diablo, que tu mala lengua atiza. OCAÑA: Voyme a mi caballeriza, por no ver este retablo destas dos figuras juntas que no se apartan jamás. QUIÑONES: En tales malicias das, que con una mil apuntas; y que te engañas sé yo. OCAÑA: Y también sé yo muy bien que a los dos estará bien el callar. CRISTINA: Yo sé que no, porque quien calla concede con el mal que dél se dice. OCAÑA: Ninguno te dije o hice. QUIÑONES: Ni él decir o hacerle puede. OCAÑA: Por vida suya, que abaje el toldo; que, en mi conciencia, que hay muy poca diferencia entre un lacayo y un paje. La longura de un caballo puede medirla a compás, yo delante, y él detrás: andallo, mi vida, andallo.
[Vase] OCAÑA
CRISTINA: ¡Y que tú no tengas brío para responderle! Creo que he de recobrar mi empleo y volverme a lo que es mío. QUIÑONES: ¿Qué tengo de responder? ¿Ciño espada? No la ciño. Y más, que es mengua si riño con... CRISTINA: Quiñones, a placer: que es Ocaña hombre de bien, y espadachín además.
[Salen] don ANTONIO y su hermana MARCELA
D. [ANTONIO]: ¡Porfïada, hermana, estás! Quiero, mas no diré a quién. Tengo ausente mi alegría, sin saber adónde yace, y de aquesta ausencia nace toda mi malencolía. Hanla escondido, y no sé adónde, en cielo ni en tierra; muévenme los celos guerra, y dan alcance a mi fe, no porque la menoscaben: que, celos no averiguados, ministran a los cuidados materia porque no acaben; son la leña del gran fuego que en el alma enciende amor, viento con cuyo rigor se esparce o turba el sosiego. QUIÑONES: Aún no han echado de ver que estamos aquí nosotros. D. [ANTONIO]: Dejadnos aquí vosotros. CRISTINA: Entra aquí el obedecer.
[Vanse] QUIÑONES y CRISTINA
MARCELA: ¿Siquiera no me dirás el nombre desa tu dama? D. [ANTONIO]: Como te llamas, se llama. MARCELA: ¿Como yo? D. [ANTONIO]: Y aun tiene más: que se te parece mucho. MARCELA: (¡Válame Dios! ¿Qué es aquesto? [Aparte] ¿Si es amor éste de incesto? Con varias sospechas lucho). ¿Es hermosa? D. [ANTONIO]: Como vos, y está bien encarecido. MARCELA: (El seso tiene perdido [Aparte] mi hermano. ¡Válgale Dios!)
[Sale] Don FRANCISCO, amigo de Don ANTONIO
D. FRANCISCO: ¿Andan hinchadas las olas del mar de tu pensamiento? D. [ANTONIO]: Entraos en vuestro aposento; dejadnos, hermana, a solas; retiraos, hermana mía. MARCELA: ¡Dios tus intentos mejore!
[Vase] MARCELA
D. [ANTONIO]: ¿Traéis desdichas que llore, o ya venturas que ría? D. FRANCISCO: Promesas que se han cumplido con dádivas, se han probado; industrias se han intentado del Sinón más entendido; las diligencias que he hecho frisan con las imposibles; linces ha habido invisibles, y espías de trecho a trecho; pero no puede mostrar sagacidad o cautela dónde han llevado a Marcela; cosa que es para admirar. Solamente se imagina que una noche la sacó su padre, y se la llevó; pero adónde, no se atina. D. [ANTONIO]: ¿Si podrá la astrología judiciaria declarallo? D. FRANCISCO: Yo no pienso interrogallo; que tengo por fruslería la ciencia, no en cuanto a ciencia, sino en cuanto al usar della el simple que se entra en ella sin estudio ni experiencia. Si acaso Marcela fuera alguna joya perdida, yo buscara otra salida, que buena en esto la diera. Santos hay auxiliadores veinte, o más, o no sé cuántos; pero no querrán los santos curarnos de mal de amores. A la justa petición siempre favorece el Cielo. D. [ANTONIO]: Pues, ¿no es muy justo mi celo? ¿No está muy puesto en razón? ¿Busco yo a Marcela acaso sino para ser mi esposa? ¿Della pretendo otra cosa? D. FRANCISCO: O vámonos, o habla paso: que no sabes quién te escucha. D. [ANTONIO]: Vamos, amigo, y advierte que fío mi vida y muerte de tu discreción, que es mucha.
[Vanse] Don ANTONIO y Don FRANCISCO. Entran CARDENIO, con manteo y sotana, y tras él TORRENTE, capigorrón, comiendo un membrillo o cosa que se le parezca
CARDENIO: Vuela mi estrecha y débil esperanza con flacas alas, y, aunque sube el vuelo a la alta cumbre del hermoso cielo, jamás el punto que pretende alcanza. Yo vengo a ser perfecta semejanza de aquel mancebo que de Creta el suelo dejó, y, contrario de su padre al celo, a la región del cielo se abalanza. Caerán mis atrevidos pensamientos, del amoroso incendio derretidos, en el mar del temor turbado y frío; pero no llevarán cursos violentos, del tiempo y de la muerte prevenidos, al lugar del olvido el nombre mío. ¿Comes? Buena pro te haga; la misma hambre te tome. TORRENTE: No puede decir que come el que masca y no lo traga. No se me vaya a la mano, que désta, si acaso es culpa, ser me sirve de disculpa el membrillo toledano. Sé cierto que decir puedo, y mil veces referillo: espada, mujer, membrillo, a toda ley, de Toledo. Las acciones naturales son forzosas, y el comer, una dellas viene a ser, y de las más principales; y esto aquí de molde viene, y es una advertencia llana: come el rico cuando ha gana, y el pobre, cuando lo tiene. CARDENIO: Con todo, me darás gusto de que en la calle no comas. TORRENTE: Si estas niñerías tomas por deshonra o por disgusto, yo me aturaré la boca con cal y arena a pisón. CARDENIO: Sé que tienes discreción. TORRENTE: ¡Y golosina no poca! CARDENIO: Sabes lo que nunca supo el diablo. TORRENTE: Y aun soy peor. CARDENIO: ¿Vuelves a comer, traidor? TORRENTE: Ya no como, sino chupo.
[Sale] MUÑOZ, escudero de MARCELA
Pero ves dónde parece tu Santelmo. CARDENIO: Así es verdad, puesto que mi tempestad nunca mengua y siempre crece. En estas benditas manos tengo mi remedio puesto. MUÑOZ: Vos veréis cómo echo el resto en daros consejos sanos. Advertid, hijo, que son las canas el fundamento y la basa a do hace asiento la agudeza y discreción. En la mucha edad se muestra que asiste toda advertencia porque tiene a la experiencia por consejera y maestra; y estas canas no han nacido en aqueste rostro acaso. CARDENIO: Hablad, señor Muñoz, paso, que ya os tengo conocido, y sé que sabéis cortar, colgado del aire, un pelo. MUÑOZ: Así me ayude a mí el cielo como os pienso de ayudar; porque el premio es el que aviva al más torpe ingenio y rudo. CARDENIO: Si es premio este pobre escudo, vuestra merced le reciba con aquella voluntad sana con que yo le ofrezco. MUÑOZ: ¡Oh señor, que no merezco tanta liberalidad! TORRENTE: Tomóle, besóle y diole quizá perpetua clausura; del oro la color pura sin duda que enamoróle, porque tiene una virtud de alegrar el corazón, y la avara condición vive con la senetud. Pero, ¿a qué pecho no doma la hambre del oro? MUÑOZ: Escucha, y con advertencia mucha, hijo, este consejo toma. De Marcela no hay pensar que es de tan tiernos aceros, que la han de ablandar terceros, ni rogar, ni porfïar, ni lágrimas, ni suspiros, ni voluntad verdadera: que son con ella de cera de amor los más fuertes tiros. A las olas que se atreven a embestirla por amar, se muestra roca en la mar, que la tocan y no mueven. Esto con Marcela pasa. CARDENIO: No me acobardes y espantes. TORRENTE: ¡Oh, cuántos destos diamantes he visto volver de masa! ¡Cuántas he visto rendidas a un billete trasnochado! ¡Cuántas, sin darlas, han dado de ganadas en perdidas! ¡Cuántas siguen sus antojos en mitad de su recato! ¡Cuántas en el dulce trato tropiezan, y aun dan de ojos! MUÑOZ: Pues ni Marcela tropieza ni cae. TORRENTE: ¡Gran milagro! CARDENIO: Calla; que es extremo que se halla hoy en la naturaleza, y el señor Muñoz bien sabe lo que dice. MUÑOZ: Yo estoy cierto que, aún más bien del que os advierto, todo en mi señora cabe. Pero vengamos al punto de lo que quiero decir. CARDENIO: Hasta acabarle de oír, estoy, Torrente, difunto. MUÑOZ: Es el caso que está en Lima un hermano de su padre de Marcela, caballero de ilustre y claro linaje. De los bienes de fortuna dicen que le cupo parte tanta, que, entre los más ricos, suelen por rico nombrarle. Tiene un hijo que se llama don Silvestre de Almendárez, el cual con doña Marcela, aunque prima, ha de casarse. Cada flota le esperamos; mas, si en esta que se sabe que ha llegado a salvamento no viene, echado ha buen lance. Fíngete tú don Silvestre, que yo te daré bastantes relaciones con que muestres ser él mismo; y serán tales, que, por más que te pregunten, podrás responder con arte, que, acreditando el engaño, tus mentiras sean verdades. Aposentaránte en casa, haránte gasajos grandes, y tú dentro, una por una, podrás ver cómo te vales. CARDENIO: Está bien; pero si acaso en aquesta flota traen cartas dese don Silvestre, y de que no viene saben, yo dentro en casa, ¿qué haré? ¿Cómo podrá acreditarse tan conocida mentira para que pase adelante? MUÑOZ: Dirás que, después de escritas y dadas, quiso tu madre que te vinieses a España, aunque a hurto de tu padre; que ella, deseando verse con nietos en quien dilate su nombre y posteridad, no quiso que más tardases. Y este venirte a escondidas podrá, señor, escusarte de no venir con riquezas que el ser quien eres señalen; mas no dejes de traer algunas piedras bezares, y algunas sartas de perlas, y papagayos que hablen. CARDENIO: En eso yo daré trazas que dese aprieto me saquen, y tales, que satisfagan. TORRENTE: Todo aquesto es disparate. CARDENIO: La memoria sea cumplida, y los puntos importantes que en este nuevo edificio han de ser fundamentales, vengan especificados, de modo que me declaren por el mismo don Silvestre. MUÑOZ: Ven por ellos esta tarde. CARDENIO: Volverá este mi crïado. TORRENTE: Volveré, si a Dios le place; que, sin su ayuda, no puedo, ni estornudar, ni mudarme. MUÑOZ: Señor, si acaso, si a dicha, si por buena suerte traes otro escudillo, bien puedes con liberal mano darle: que es invierno, y no hay bayeta, y no será bien que pase frío el que al incendio tuyo procura refrigerarle. CARDENIO: No le traigo, en mi conciencia; pero yo haré que se os saque un vestido de bayeta, y a mi cuenta le hará el sastre. MUÑOZ: Venderéle, ¡vive Roque! No consentiré se ensanche Marcela con mis trofeos, que cuestan gotas de sangre. Vístame la que quisiere que polido la acompañe: que gastar yo mi bayeta en servicio ajeno, ¡tate! Y voyme, porque conviene que la memoria se estampe que fortifique este embuste. Y a Dios quedéis. CARDENIO: Él os guarde. MUÑOZ: Mire que no se le olvide lo de la bayeta y sastre: que en este punto consisten sus gustos o sus pesares.
[Vase] MUÑOZ
CARDENIO: ¡Gran principio a mi quimera! TORRENTE: Llámala, señor, dislate; torre fundada en palillos, como casica de naipes. Dime: ¿dónde están las perlas? ¿Dónde las piedras bezares? ¿Adónde las catalnicas o los papagayos grandes? ¿Dónde la prática de Indias, de los puertos y los mares que se toman y navegan? ¿Dónde la bayeta y sastre? Si quieres que tus negocios en felice punto paren, lleva, y esto te aconsejo, siempre la verdad delante. Capigorrista soy tuyo, y como padezco hambre, tengo sotil el ingenio, y en dar consejos soy sacre. CARDENIO: Yo me remito a la lista de Muñoz; tú no desmayes, que en las empresas de amor, tal vez se ha visto que valen el ingenio y la ventura más que las riquezas grandes. TORRENTE: Deste laberinto, el cielo con las narices nos saque.
[Vanse. Salen] MARCELA y DOROTEA, su doncella
DOROTEA: Dime, señora: ¿qué muestra te ha dado tu hermano [t]al, que sea indicio y señal de alguna intención siniestra? No puedo darme a entender que te ama viciosamente, aunque es caso contingente. MARCELA: ¡Y cómo si puede ser! ¿Ya no se sabe que Amón amó a su hermana Tamar? ¿Y no nos vienen a dar Mirra y su padre ocasión de temer estos incestos? DOROTEA: Con todo, señora, creo que encamina su deseo por términos más compuestos, y esto tengo por verdad. MARCELA: Mi querida Dorotea, plega al Cielo que así sea; Él rija su voluntad. De contino trae en la boca mi nombre, a hurto me mira, gime a solas y suspira, las manos me besa y toca; y da por disculpa desto, que me parezco a su dama, que de mi nombre se llama. DOROTEA: ¿Hase, a dicha, descompuesto a hacer más de lo que dices? MARCELA: No, por cierto; ni querría. DOROTEA: Pues desto, señora mía, no es bien que te escandalices; pues podrá ser que su dama se llame, señora, así, y que se parezca a ti, si de hermosa tiene fama.
[Sale] Don ANTONIO, hermano de MARCELA
MARCELA: Mira do viene suspenso; tanto, que no echa de ver que aquí estamos. De su ser que está trastrocado pienso. Escuchémosle, y advierte cómo de Marcela trata. D. [ANTONIO]: Es tu ausencia la que mata; no el desdén, aunque es tan fuerte. ¡Ay dura, ay importuna, ay triste ausencia! ¡Cuán lejos debió estar de conocerte el que al furor de la invencible muerte igualó tu poder y tu violencia! Que, cuando con mayor rigor sentencia, ¿qué puede más su limitada suerte que deshacer la liga y nudo fuerte que a cuerpo y alma tiene inconveniencia? Tu duro alfanje a mayor mal se estiende, pues un espíritu en dos mitades parte. ¡Oh milagros de amor, que nadie entiende! Que, del lugar de do mi alma parte, dejando su mitad con quien la enciende, consigo traiga la más frágil parte. ¡Oh Marcela fugitiva y sorda al lamento mío! ¿Cómo quiere tu desvío que ausente muriendo viva? ¿Dónde te ascondes? ¿Qué clima, inhabitable te encierra? ¿Cómo a tu paz no da guerra el dolor que me lastima? ¡Téngote siempre delante, y no te puedo alcanzar! MARCELA: Para temer y pensar, ¿esto no es causa bastante? DOROTEA: Sí, por cierto. Nunca estés sola, si fuere posible; de que aspire a lo imposible, jamás ocasión le des; rómpase en tu honestidad, en tu advertencia y recato, la fuerza de su mal trato, que nace de ociosidad. Y vámonos, no nos vea; dé a solas rienda a su intento. MARCELA: Yo estoy en tu pensamiento, que es muy bueno, Dorotea.
[Vanse] MARCELA y DOROTEA. Sale OCAÑA, de lacayo, con una varilla de membrillo y unos antojos de caballo en la mano, y pónese atento a escuchar a su amo
D. [ANTONIO]: Amor, que lo imposible facilitas con poderosa fuerza blandamente, allanando las cumbres: ¿por qué las nubes de mi sol no quitas? ¿Por qué no muestras por algún Oriente las dos hermosas cumbres que dan rayos al sol, luz a tus ojos, por quien te rinde el mundo sus despojos? ¿Qué quieres, Ocaña? OCAÑA: Quiero herrar el bayo, señor, y no acierta el herrador a herralle si no hay dinero. Débense cuatro herraduras y un brebajo; mira, pues, si andarán aquellos pies, siendo tus manos tan duras. Y vengo por seis raciones que me deben: que amohína ver que sobren a Cristina y resobren a Quiñones, y que falten para mí, que sirvo mejor que todos, de tres y de cuatro modos. D. [ANTONIO]: Confieso que ello es así, Ocaña amigo, y sabed que todo se os pagará. Y andad con Dios. OCAÑA: Siempre está conmigo vuestra merced riguroso por el cabo. D. [ANTONIO]: ¿En qué modo? OCAÑA: ¿Yo no veo que, cual si fuera guineo, bezudo y bozal esclavo, apenas entro en la sala por alguna niñería, cuando cualquiera me envía, si no en buena, en hora mala? A nadie se le trasluce, por más que yo lo procuro, el ingenio lucio y puro que en este lacayo luce. Anda conmigo al revés fortuna poco discreta: que, si tú fueras poeta, quizá fuera yo marqués, o, por lo menos, ya fuera, tu consejero y privado; pero de mi corto hado tamaño bien no se espera. Hay poetas tan divinos, de poder tan singular, que puedan títulos dar como condes palatinos; y aun, si lo toman despacio, en tiempo y caso oportuno, no habrá lacayo ninguno que no casen en palacio con doncellas de la reina, de valor único y solo: que, por la gracia de Apolo, esta gracia en ellos reina. Pero yo nací, sin duda, para la caballeriza, haciendo en mis dichas riza mi suerte, que no se muda. El discreto es concordancia que engendra la habilidad; el necio, disparidad que no hace consonancia. Del cuerpo por los sentidos obra el alma, y, cuales son, o muestra su perfección, o términos abatidos. De aquesto quiero inferir que tan sotil cuerpo tengo, que en un instante prevengo lo que he de hacer y decir. Lacayo soy, Dios mediante; pero lacayo discreto, y, a pocos lances, prometo ser para marqués bastante, como aquel de Marinán, de dinare, e più dinare, si la suerte no estorbare este bien que no me dan. D. [ANTONIO]: ¡Alto! Vos habéis hablado de modo que me obligáis a que de humilde subáis a más eminente estado, siendo al primero escalón servirme de consejero; y así, amigo Ocaña, quiero mostraros mi corazón, para que, viendo patentes las ansias que en él se anidan, ellas a tu ingenio pidan los remedios suficientes: que tal vez una dolencia casi incurable la sana de una vejezuela cana una fácil experiencia. OCAÑA: Dime tu mal, mi señor, y verás cómo en tantico tantos remedios aplico, que sanes con el menor. Y si, por ventura, es el ciego el que te atormenta, puedes, señor, hacer cuenta de que ya sano te ves, porque no se ha de tomar conmigo el dios ceguezuelo. D. [ANTONIO]: Que no estás en ti recelo. OCAÑA: ¿Pues en quién había de estar? Que, a no tomarme del vino, por costumbre o por conhorte, no hubiera en toda la corte otro Catón Censorino como yo. D. [ANTONIO]: Ya desvarías. Vuélvete, Ocaña, a tu establo.
[Vase] Don ANTONIO
OCAÑA: Aunque más sentencias hablo y elevadas fantasías, se me trasluce y figura, conjeturo, pienso y hallo, ....................[-allo] ha de ser mi sepultura. Y está muy puesto en razón: que, el que quiere porfïar contra su estrella, ha de dar coces contra el aguijón. Cristinica estará agora en la plaza; allá me impele aquella fuerza que suele, que dentro del alma mora. Búscola como a mi centro, y, si la encontrase yo, nunca jugador echó tan rico y gustoso encuentro. Deste gusto no me prive Amor, que en mi ayuda llamo, y siquiera, con mi amo, ni más medre ni más prive.
[Vase] OCAÑA. Salen Don AMBROSIO, caballero, y CRISTINA, con un billete en la mano
CRISTINA: Hasta ponerle yo en parte donde le vea, harélo; pero en lo demás recelo que no podré contentarte. D. AMBROSIO: Haz, amiga, que le lea: que en sólo aquesto consiste la alegría deste triste. CRISTINA: Digo que haré que le vea. Quizá, por curiosidad, querrá leerle Marcela: que se ha de usar de cautela con su mucha honestidad. No desplegaré la boca para decirla palabra: que en sus entrañas no labra fuerza de amor, mucha o poca. D. AMBROSIO: ¿Regálala, por ventura, don Antonio? CRISTINA: Como a hermana. D. AMBROSIO: De ser su intención tan sana, no sé yo quién lo asegura. ¡Oh padre mal advertido! CRISTINA: No le tiene. D. AMBROSIO: Sí le tiene; pero a mí no me conviene el darme por entendido. De las cosas que sospecho y de las que son tan graves, tenga la lengua las llaves, y no las arroje el pecho. CRISTINA: Vete, señor, que allí asoma un paje de casa. D. AMBROSIO: Amiga, por tu industria y tu fatiga, este pobre premio toma. Y prométete de mí montes de oro, que bien puedes. CRISTINA: La menor de tus mercedes suele ser un Potosí.
Dale una cajita pintada. Vase AMBROSIO, y entra QUIÑONES
QUIÑONES: ¿Quién era, Cristina, el lindo que con tanta sumisión debió encajar su razón? "Tuyo soy, y a ti me rindo." ¡Vive el Dador de los cielos, que es la fregona bonita! Ordena, manda, pon, quita; ta, ta, también pide celos. CRISTINA: El so paje, por su entono, que primero se tarace la lengua, que otra vez trace palabras, y no en mi abono. ¿Hásenos vuelto otro Ocaña? ¡Celos y más celos! QUIÑONES: Calle, y advierta que está en la calle. CRISTINA: ¡Ay! Por mi fe, que se ensaña el mancebito frión. QUIÑONES: Cristina, menos gallarda; que esa gallardía aguarda... CRISTINA: ¿Qué, mi rufo? QUIÑONES: Un bofetón. CRISTINA: ¿En mi cara? QUIÑONES: En la del cura le diera, a venir a mano. CRISTINA: ¿Y que alzarás tú la mano contra tanta hermosura como pusieron los cielos en mis mejillas rosadas? QUIÑONES: Siempre son desatinadas las venganzas de los celos. Ocaña es éste. Camina, y escóndete entre la gente.
[Vanse] QUIÑONES y CRISTINA, y sale OCAÑA
OCAÑA: Partió mi sol de su Oriente, y al ocaso se encamina, y tras sí lleva la sombra que le sirve de arrebol. Para mí no es este sol, sino niebla que me asombra. Plega a Dios, humilde paje, asombro de mi esperanza, que ni valgas por privanza, ni te estimen por linaje; sirvas a un catar[r]ibera, que te dé corta ración; sea tu estado un bodegón; no te dé luto, aunque muera; y cuando el cielo te adiestre a servir a un titulado, tu enemigo declarado el maestresala se muestre. De las hachas no te valgas, ni de relieves veas gozo, y nunca te salga el bozo, porque de paje no salgas. Póngante infames renombres; juegues; pierdas la ración, que es la mayor maldición que pueden darte los hombres.
[Vase] OCAÑA. Sale MUÑOZ
MUÑOZ: Despierto y durmiendo, estoy pensando siempre y soñando cuándo ha de llegar el cuándo mude el pellejo en que estoy; cuándo querrá aquel planeta que sobre mí predomina, que remedien mi rüina el gran sastre y la bayeta. Diles la memoria, y diles, previniendo mil barruntos, de los más sotiles puntos las respuestas más sotiles; pero, con todo, me pesa de haberme empeñado así, porque tengo para mí ser de peligro la empresa.
[Salen] Don ANTONIO y TORRENTE en hábito de peregrino
D. [ANTONIO]: Mucho más es melindre que advertencia, y hase tenido confianza poca de quien yo soy. Por Dios, que estoy corrido. MUÑOZ: ¡Válgate el diablo! ¿Qué disfraz es éste? Esto no puse yo en la lista. TORRENTE: Digo que el señor don Silvestre de Almendárez no pudo más. El caso fue forzoso, y la borrasca tal, que nos convino alijar el navío, y echar cuanto en su anchísimo vientre recogía al mar, que se sorbió como dos huevos catorce mil tejuelos de oro puro. Al cielo las promesas y oraciones volaban más espesas que las nubes, que la cara del sol cubrían entonces; entre las cuales oraciones, una envió don Silvestre al sumo alcázar con tan vivos y tiernos sentimientos, que penetró los cascos de los cielos. Conteníase en ella que de Roma aquello que se llama Siete Iglesias andaría descalzo peregrino, si Dios de aquel peligro le sacaba. Añadió a su promesa mi persona; añadidura inútil, aunque buena en parte, pues que soy su amparo y báculo. En fin: salimos mondos y desnudos a tierra, ni sé adónde, ni sé cómo, habiéndose engullido el mar primero hasta una catalnica que traíamos, de habilidad tan rara, y tan discreta, que, si no era el hablar, no le faltaba otra cosa ninguna. D. [ANTONIO]: Bien, por cierto, la habéis encarecido; aunque yo pienso que catalnicas mudas valen poco. TORRENTE: Por señas nos decía todo cuanto quería que entendiésemos. MUÑOZ: ¡Milagro! TORRENTE: De perlas, ¡qué de cajas arrojamos; tamañas como nueces, de buen tomo, blancas como la nieve aún no pisada!; de esmeraldas, las peñas como cubas, digo, como toneles, y aun más grandes; piedras bezares, pues dos grandes sacos; anís y cochinilla, fue sin número. MUÑOZ: Entre esas zarandajas, ¿por ventura fue bayeta al mar? TORRENTE: ¡Y el sastre y todo! MUÑOZ: A malísimo viento va esta parva; no me cuadra ni esquina esta tormenta, puesto que viene bien para el embuste. D. [ANTONIO]: ¿En qué paraje sucedió el naufragio? TORRENTE: Estaba yo durmiendo en aquel trance, y no pude del paje ver el rostro. D. [ANTONIO]: Paraje dije; pero no me espanto, que aun hasta aquí os conturba la borrasca, ni que en ella os durmiésedes; que el miedo tal vez suele causar sueño profundo. TORRENTE: No quiso mi señor, ni por semejas, de cuatro mil y más ofrecimientos que de darle dineros se le hicieron, recebir sino aquellos que bastasen a no pedir limosna en su viaje; pero no supo bien hacer la cuenta, porque ya casi todos son gastados. MUÑOZ: ¡Válgate Satanás, qué bien lo enredas! TORRENTE: La primera estación fue a Guadalupe, y a la imagen de Illescas la segunda, y la tercera ha sido a la de Atocha; a hurto quiso verte, y esta tarde quiere partirse a Roma; agora queda en San Ginés hincado de hinojos, arrojando del pecho mil suspiros, vertiendo de sus ojos tiernas lágrimas, pidiendo a Dios que le encamine y guíe en el viaje santo prometido. Yo, señor, soy ternísimo de plantas, a quien callos durísimos enclavan, de tan largo camino procedidos; querría que se diese alguna traza de que por quince días descansásemos, para tomar aliento y refrigerio en el nuevo camino que se espera. Además, que también [él] es ternísimo, y podría el cansancio fatigalle, de modo que el camino con la vida se acabase en un punto: caso triste si tal viniese a ser, por el tremendo dolor que sintiría mi señora doña Ana de Brïones, madre suya. D. [ANTONIO]: Vamos, que yo pondré remedio en todo. TORRENTE: No hay decir, señor, que yo te he visto, porque me ha de matar si es que tal sabe. ¡Oh pecador de mí!, ¡Éste es que viene! ¡En la red me ha cogido! ¡Negativa, señor; si no, yo muero! D. [ANTONIO]: No hayas miedo.
[Sale] CARDENIO, como peregrino
Mi señor don Silvestre de Almendárez, ¿para qué es encubriros de quien tiene tantas obligaciones de serviros? CARDENIO: ¡Oh traidor, malnacido! Por Dios vivo, que os engaña, señor, este embustero: que yo no soy aquese don Silvestre que dices de Almendárez, sino un pobre peregrino, y tan pobre. TORRENTE: ¿Qué me miras? Yo no le he dicho nada; y si lo he dicho, digo que miento una y cien mil veces.
[Aparte, a Don ANTONIO]
(¡Vive Dios!, que es el mismo que te digo. Apriétale, y conjúrale, y confiese.) D. [ANTONIO]: ¡Por Dios, primo y señor, que es caso fuerte negarme esta verdad! ¿Qué importa venga[s] rico o pobre a tu casa, que es la mía? TORRENTE: ¡Eso es lo que yo digo, pesia al mundo! D. [ANTONIO]: ¿Mandabas tú a los vientos, o pudiste del proceloso mar las altas olas sosegar algún tanto? ¿No es locura hacer caso de honra los sucesos varios de la fortuna, siempre instable, o, por mejor decir, del cielo firme? TORRENTE: ¡Ea, señor, que ya pasa de raya tan grande pertinacia! ¡Vive Roque, señor, que es don Silvestre de Almendárez, vuestro primo y cuñado, el peregrino, y mi amo, que es más! CARDENIO: Pues tú lo dices, no quiero más negarlo, pues no importa. Dadme, señor, las manos. D. [ANTONIO]: Doy los brazos, y el alma en su lugar, querido primo. CARDENIO: Tomad los míos, que, entre aquestos brazos, también os doy mi alma.
[A TORRENTE]
( En recompensa, no te la cubrirá pelo, si puedo.) TORRENTE: Que no temo amenazas mal nacidas, porque esto es lo que importa a nuestro hecho. MUÑOZ: ¿Y cómo? D. [ANTONIO]: No hayáis miedo que se os toque al pelo de la ropa por lo dicho. TORRENTE: Mi señor es discreto, y verá presto de cuán poca importancia era el silencio, en semejante caso. D. [ANTONIO]: Señor primo, vamos a casa, y sepa vuestra esposa vuestra buena venida y deseada. CARDENIO: Siempre he de obedecer. MUÑOZ: ¡Qué bien trazada quimera! Si ella llega a colmo, espero un Potosí de barras y dinero. TORRENTE: ¿Qué os parece, Muñoz? MUÑOZ: Que me parece que es verdad cuanto ha dicho, y que lo veo. TORRENTE: ¡Y cómo que es verdad! Sin que le falte un átomo, una tilde, una meaja.
[Vanse] don ANTONIO, CARDENIO y TORRENTE
MUÑOZ: Términos tienen estos socarrones de hacerme a mí entender que la borrasca y el alijo de ropa es verdadero. Ahora bien: veremos lo que pasa, que, una por una, los dos ya están en casa.

FIN DE LA PRIMERA JORNADA

La entretenida, Jornada II  


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002