JORNADA TERCERA


Salen OCTAVIA y JUANA
JUANA: Admirada estoy, señora, de tu suceso. OCTAVIA: Mi muerte, como te he dicho, fue un sueño tan gustoso que no puede, Juana, explicarte mi lengua tal gloria, siendo tan breve; pero el santo limosnero, que a todo se halló presente por inspiración divina, me informó de que la siempre virgen y madre, cercada de paraninfos celestes, en mi cuerpo, ya cadáver vio clara y distintamente poner sus sagradas manos.
Sale FELICIANO
FELICIANO: Y a mí de la misma suerte me lo ha dicho. OCTAVIA: Pues, ¿qué es esto? ¿Cómo a entrar aquí te atreves? FELICIANO: ¿Cómo? El dueño de esta casa me dio licencia de verte por tu deudo. OCTAVIA: Mas no sabe que tú, Feliciano, eres quien me has puesto en el estado que estoy, y si no te vuelves, dejaré luego esta casa. FELICIANO: Ya cesó el inconveniente que tuvo el poder hablarte puesto que esposo no tienes. OCTAVIA: Aunque el padre fray Forzado me asegura que la muerte dirimió ya el casamiento, y a dejarme se prefiere libre sin estorbo alguno, no quiero yo que lo intente; que, aunque tanto le aborrezco, como satisfecho quede de mi inocencia y su engaño Ludovico, he de volverme con él a vivir muriendo. FELICIANO: ¿Qué es volver? JUANA: ¡Jesús mil veces! Pues, ¿con hombre tan sin alma, y tan sin Dios que no tiene seña alguna de cristiano, volverte, señora, quieres? OCTAVIA: Esto es forzoso. Ya voy. FELICIANO: Primero que tú lo intentes, le he de quemar en su casa. JUANA: Bien pudiera, por hereje. FELICIANO: Con un hombre que la vida te quitó sin ofenderte; ¡vive Dios...! OCTAVIA: Indicios tuvo para juzgar evidente su agravio; mas suponiendo que ya con él no volviese, nada conseguir pudieras con eso, porque aunque quede de mi voluntad el dueño y casarme resolviese contigo, ya no es posible. FELICIANO: Pues, ¿quién impedirlo puede? OCTAVIA: Tú, pues ocasión has dado de que con razón sospeche toda la ciudad que tuvo causa para darme muerte mi esposo, puesto que es fuerza que yo en el pleito confiese toda la verdad del caso, y que, aunque estoy inocente, pudo juzgarme culpada Ludovico, sin que fuese temeridad el creerlo. FELICIANO: ¿Y cómo desmentir quieres esa sospecha? OCTAVIA: Con solo no ser tuya se desmiente. JUANA: Señora, una vez creído maldito el remedio tiene. OCTAVIA: Sí, tendrá. FELICIANO: Cualquiera es vano, porque, si preciso fuese, bien sabes que, si rompiste un papel, me quedan veinte y que están todos firmados. OCTAVIA: Y cuando no lo estuviesen, no los negara; mas ya de nada servirte puede presentarlos, pues es cierto que todos esos papeles proscribieron desde el día que, hallándote tú presente, mi infelice casamiento consentiste, pues no tienes que alegar causa ninguna que impedírtelo pudiese. FELICIANO: Causa tuve, y la más justa. OCTAVIA: Cuando infinitas tuvieses, no te valiera ninguna ya en el estado presente porque, cuando el juez el pleito en favor tuyo sentencie, apelaré a un monasterio porque satisfecho quede Ludovico de que nunca tuve intención de ofenderle. FELICIANO: Oye, espera. OCTAVIA: No me obligues a que dé voces; que el verte me causa horror. JUANA: Es mentira. FELICIANO: No dudo que me aborreces. OCTAVIA: Necio fueras en dudarlo, pues tantas causas me mueven. FELICIANO: Escucha. OCTAVIA: Suelta.
Sale TEODORA
TEODORA: ¿Qué es esto? OCTAVIA: No es nada; pero no dejes entrar aquí a Feliciano. TEODORA: ¿Por qué, siendo tu pariente y a quien le toca tu amparo? OCTAVIA: Ni de él puedo yo valerme, ni quiero. TEODORA: Pues, ¿de quién pudo saber en tiempo tan breve mi casa y que en ella estabas? Que yo juzgué que viniese llamado de ti por Juana.
Sale fray ANTOLÍN, alborotado
ANTOLÍN: Mucho ha sido defenderme de tantos. JUANA: ¿Qué es eso, padre fray Antolín? TEODORA: ¿De qué viene tan alborotado? ANTOLÍN: Hermana, ha dado en pensar la gente que soy santo desde el punto que fray Forzado, mi jefe, hizo un milagro a mi costa, y he menester esconderme por unos días. Ahora, cogiéndome de repente con cuchillos y tijeras me embistieron más de veinte. El hábito me quisieron cortar, y por defenderle, en muslos, piernas y brazos he sacado seis piquetes de la refriega. FELICIANO: Pues, ¿cómo con prodigios tan patentes, no se le llegan al padre fray Forzado? ANTOLÍN: No se atreven porque los atemoriza con la vista solamente, tanto que todos se apartan. No ha habido santo como éste. Sólo porque no le toquen, no permite que le besen la manga; pero yo creo que el hábito es aparente y aun el cuerpo. OCTAVIA: ¿Y hoy le ha visto? ANTOLÍN: No quisiera que él me viese. FELICIANO: Él fue, Octavia, quien me dijo adonde estabas. OCTAVIA: No puede fray Forzado haberte dicho que es justo hablarme ni verme; que haberte dicho la casa sería porque supieses, como tu intención ignora, que estoy en parte decente, no para que en ella entraras. FELICIANO: Confieso que razón tienes; pero ya entré y has de oírme. JUANA: Poco en escucharle pierdes. OCTAVIA: Di; pero en vano te cansas.
Hablan los dos [aparte]
JUANA: No digas lo que no sientes. TEODORA: Y el padre fray Antolín, de nuestro santo, ¿qué siente? ANTOLÍN: Que me tasa la comida, que aunque, sin otro relieves, mi ración como y la suya, porque él ni come ni bebe, me quedo como en ayunas; que mi estómago no enciende lumbre para dos raciones; y cierto que es cosa fuerte quitarle a un hombre el sustento. Y no debo obedecerle contra el natural derecho porque yo corporalmente por veinte frailes trabajo y es fuerza comer por veinte. TEODORA: Pues un pollo le he guardado grandecito, con que almuerce, salpimentado, y un bollo que yo amasé con aceite, como de libra, y también media azumbre de clarete. ANTOLÍN: Yo necesidad tenía y bien grande ciertamente; pero este santo es demonio. TEODORA: Pues aquí no hay que temerle; que yo cerraré la puerta. ANTOLÍN: Aunque la calafatee, no estoy seguro de este hombre; mas los vahidos me tienen sin vista; tráigalo, hermana, y venga lo que viniere.
Vase TEODORA
Que un pollo con un bollito de una libra no me puede dañar, y es parva materia. Lejos quedó. Cuando llegue, ya me habré desayunado. OCTAVIA: Un imposible pretendes. FELICIANO: Ésa es venganza. OCTAVIA: Te engañas.
Salen TEODORA y LUZBEL[. Cada uno por su puerta]
TEODORA: Aquí está tome. LUZBEL: (No puede Aparte este lego reprimirse; pero yo haré que escarmiente.) ANTOLÍN: Ya era mancebito el pollo en verdad. TEODORA: De cuatro meses; para gallo lo guardaba. ANTOLÍN: Pues si gallinas no tiene ¿para qué gallo quería? TEODORA: Para que en casa le hubiese. ANTOLÍN: Crïe gallinas; que gallo no le faltará, si quiere. TEODORA: Deje las chanzas, y come por si acaso... ANTOLÍN: Yo soy breve. En cuatro o cinco bocado despacharé. LUZBEL: (Si pudieres.) Aparte
Áselo de los gaznates
ANTOLÍN: ¡Que me ahogo, que me ahogo! TEODORA: ¿Qué es eso, hermano? FELICIANO: ¿Qué tiene fray Antolín? OCTAVIA: ¿Qué le ha dado? ANTOLÍN: ¡Que me mata! ¡Suelte, suelte! FELICIANO: ¿Quién le ha de soltar? LUZBEL: Deo gratias. ¿Qué es esto? TEODORA: A buen tiempo viene su caridad porque al padre le ha dado un mal de repente. LUZBEL: Apártense; que no es nada. ANTOLÍN: (¡Qué disimulado viene! Aparte ¿Éste es santo? Lleve el diablo el alma que lo creyere.) LUZBEL: ¿Qué ha sido? ANTOLÍN: Buena pregunta; que con dos hierros ardientes me apretaron los gaznates. LUZBEL: Pues yo presumí que fuese, padre, alguna apoplejía; mas para después se quede. Señor Feliciano, ¿vos, en esta casa? OCTAVIA: Pretende que todo el lugar confirme lo que es fuerza que sospeche. LUZBEL: Bien excusarlo pudierais; pero, de cualquiera suerte, no quedará en vuestro honor el escrúpulo más leve. Idos, señor Feliciano; que por ahora conviene no darle disgusto a Octavia. FELICIANO: En todo he de obedecerte, padre, por muchas razones; mas mire que solamente por hoy le di la palabra de que estar seguro puede ese hombre. LUZBEL: Sí; que mañana no habrá para qué se arriesgue. FELICIANO: ¿Cómo? LUZBEL: Nada me pregunte. puesto que el plazo es tan breve. FELICIANO: Adiós, Octavia. OCTAVIA: Él te guarde. FELICIANO: Siendo tuyo... OCTAVIA: No lo esperes. JUANA: (Ella es quien más lo desea.) Aparte
[Habla LUZBEL] a FELICIANO
LUZBEL: Id seguro; que no puede dejar de ser vuestra, Octavia. FELICIANO: Vida mi esperanza tiene, padre, en confïanza suya. (¡Prodigioso santo es éste!) Aparte
Vase
LUZBEL: (¡Que estos por santo me tengan Aparte a mayor rabia me mueve que la opresión que padezco!) Ya, señora Octavia, puede disponer de su persona como mejor le estuviere. OCTAVIA: Pues, padre, el intento mío, aunque a mi pasión le pese, es padecer, mientras viva, con Ludovico si él quiere. JUANA: (También tiene nuestro padre Aparte su poquito de alcahuete.) OCTAVIA: Pagar en algo lo mucho que debo a Dios y a la siempre virgen... LUZBEL: Basta, no prosigas. (Auxilio, sin duda, es éste que la guarda, que la asiste, y aconseja que lo intente sólo para que merezca, sin que a ejecutarlo llegue, puesto que ya Ludovico su fin tan cercano tiene. Quitarla el merecimiento que en solicitarlo adquiere fácil fuera; mas no puedo, pues por tormento más fuerte, lo mismo he de hacer que hiciera Francisco.) OCTAVIA: ¿Qué se suspende? Si su caridad acaso juzga que no me conviene, yo haré lo que me mandare. LUZBEL: El propósito que tiene, siento que debo aprobarla; y también que le fomente. Y, puesto que está resuelta, vamos; que el tiempo se pierde. OCTAVIA: Pues, ¿quién le ha de hablar? LUZBEL: Vos misma. OCTAVIA: ¿Yo, padre? LUZBEL: Nada recele; que cuida Dios mucho, Octavia, del que sus pasiones vence. Sólo al desprecio se arriesga de ese hombre; mas le conviene para su merecimiento que le perdone y le ruegue que otra vez la dé la mano. (Que si ofenderla quisiere, Aparte orden tengo de que impida su impulso violentamente.) OCTAVIA: Yo he de obedercerte en todo, cuanto me mande. LUZBEL: (Bien puede, Aparte por ahora.) JUANA: ¿Iráste sola? LUZBEL: Segura va, no la deje. JUANA: Vamos; pero si te quedas con él, adiós para siempre; que yo a Florencia me vuelvo. OCTAVIA: Poco sentirá el perderte quien deja lo que más quiso por lo que más aborrece. Danos los mantos, Teodora. TEODORA: Notable corazón tienes.
Vanse las tres
ANTOLÍN: Ahora entra el diablo y dice... LUZBEL: ¿Cómo, si experiencias tiene de que nada se me oculta, no hay orden de que se enmiende habiéndolo yo mandado por obediencia mil veces que en el refectorio coma y beba cuanto quisiere, y no en otra parte alguna? No es fraile quien no obedece; mas yo haré que, como a bruto, el castigo le sujete y en una celda encerrado a comer poco se enseñe. ANTOLÍN: Padre, como desde anoche ni aun tripas mi cuerpo tiene, con vahidos y desmayos, dando por esas paredes, entré aquí a desayunarme. LUZBEL: ¿Desayuno le parece, padre, un bollo de una libra y un pollo de cuatro meses? ¿Por eso gasta palabras ociosas, como indecentes? Que si un áspero silicio sobre sus carnes trajese, y comiera lo bastante para vivir solamente, no estuviera para chanzas. Sígame. ANTOLÍN: ¿Dónde me quiere llevar? LUZBEL: Donde inobediencias purgue. ANTOLÍN: Yo me haré dos fuentes, padre, por amor de Dios. Le pido que no me encierre, y por aquella que puso sobre la infernal serpiente... LUZBEL: Yo lo haré. Calle. ANTOLÍN: Ya callo. LUZBEL: Pero advierta que no puede quedarse sin penitencia. Dígame, ¿cuál le parece que cumplirá? ANTOLÍN: Cien azotes, como otro no me los pegue. LUZBEL: Otra penitencia quiero darte yo mucho más leve. Venga conmigo a la casa, hermano, de este rebelde Ludovico. ANTOLÍN: ¿Que aún porfía en pensar que ha de poderle reducir? LUZBEL: Sí; pero sepa que el postrero día es éste y hemos de hacer el esfuerzo mayor que posible fuere. ANTOLÍN: ¿Y hemos de ir, padre? LUZBEL: Sí; que puede ser que aprovechen más cuatro palabras suyas que cuanto yo le dijere y esta penitencia sola le doy. ANTOLÍN: Yo lo haré; mas déme licencia de que un cuchillo de monte en la manga lleve de tres palmos. LUZBEL: ¿Eso dices? ANTOLÍN: Pues, ¿con qué he de defenderme si me embiste con palabras malas y nada corteses? LUZBEL: Yo, hermano, le sustituyo mi poder. De mí se queje si al instante que le diga que se tenga, se muriere aunque esté muy irritado. ANTOLÍN: Pues, vamos; que de esta suerte yo le pondré como un trapo. (Por si éste engañarme quiere, Aparte me prevendré de guijarros.) ¡Ah, padre! LUZBEL: ¿Qué dices? ANTOLÍN: Que entre en la penitencia todo, y por esta vez dispense, para que me dé osadía en dos tragos de clarete. LUZBEL: Vaya. ANTOLÍN: (¡No quedará gota!) Aparte
Vase
LUZBEL: ¡Que en esto Luzbel se emplee! En buen estado, Crïador de Cielo y Tierra, me tienen Miguel vuestro capitán y Francisco vuestro alférez.
Vase. Salen LUDOVICO, CELIO, ALBERTO y CRIADOS
LUDOVICO: ¿Qué el cuerpo no habéis hallado de esta mujer? ALBERTO: No, señor. LUDOVICO: Ese fraile encantador de secreto la ha enterrado. ALBERTO: Claro está, pues se halló allí, que luego la llevaría y sepulcro la daría. Y te ha estado bien a ti porque ya en Luca estuviera público, y teniendo aviso a prenderte era preciso que el Gobernador viniera aunque es tu amigo el mayor. LUDOVICO: Ya yo le tengo avisado y de la causa informado. ALBERTO: (¡Qué gentil gobernador!) Aparte LUDOVICO: De ésta y cualquier pretensión de mi parte tengo al juez, y me pesa que otra vez no pueda mi indignación matarla; pero esta mano me acabará de vengar; porque no me he de ausentar sin dar muerte a Feliciano. Ni aun después pienso ausentarme; que en estando averiguada mi razón, muy poco o nada me ha de costar el librarme. Sólo retirarme quiero por no ver a este embaidor, hechicero, estafador con capa de limosnero. ALBERTO: Llamando están [....-ido, .......................... ..........................] LUDOVICO: [........] Ve advertido de que no dejes entrar sino al que a comprar viniere los géneros que no hubiere en Luca, que han de pagar, sobre la falta, el deseo o los buscarán en vano; que si la mitad no gano, ¿para qué mi hacienda empleo? ALBERTO: (Lo mismo hace con el trigo.) Aparte LUDOVICO: Avísame de quién es antes de entrada le des. ALBERTO: Claro está
Vase
CELIO: (Grande castigo Aparte le ha de dar a este hombre el cielo. No hay seña en él de cristiano.) LUDOVICO: (El matar a Feliciano Aparte me causa mucho desvelo; que por agora ha de andar con cuidado y prevención.
Sale ALBERTO
ALBERTO: Señor, dos mujeres son las que te quieren hablar; y la una, aunque tapada, de bizarro parecer. LUDOVICO: No me vendrán a traer. CELIO: Tampoco a pedirle nada vendrán. LUDOVICO: Pues, ¿de qué lo infieres? CELIO: De que ya desengañados están y aún escarmentados, los pobres y los mujeres. LUDOVICO: Entren pues, y cierra luego. ALBERTO: Buscar quiero a quién servir.
Vase
CELIO: Hoy me pienso despedir. LUDOVICO: Con grande desasosiego estoy. CELIO: (No hay en la ciudad Aparte quien, en oyendo su nombre, no diga que tan mal hombre no le tiene el mundo entero.)
Vuelven a salir el CRIADO, OCTAVIA y JUANA, tapadas, y detrás LUZBEL y fray ANTOLÍN
ALBERTO: Entrad. JUANA: Yo estoy temblando de miedo. OCTAVIA: Mi arrojo ha sido terrible. ANTOLÍN: Sin duda estoy invisible. ¡Qué linda cosa! LUZBEL: Hable quedo. LUDOVICO: ¿Qué me tenéis que mandar? OCTAVIA: Turbada estoy, ¡ay de mí! ¿Si entró fray Forzado? LUZBEL: Sí. OCTAVIA: A solas os quiero hablar. (Ya más animosa estoy.) Aparte LUDOVICO: Idos.
Vanse los CRIADOS
Ya decir podéis quién sois y lo que queréis pues ya estoy solo. OCTAVIA: Yo soy.
Descúbrese
LUDOVICO: ¿Qué miro? ¿Sombra yo? ¡Válgame el cielo! ¡Fantástica visión! OCTAVIA: Pierde el recelo. No soy visión, no temas. LUDOVICO: Susto ha sido que ni medroso estoy ni arrepentido de verte muerta. Si a pedir me vienes que haga bien por tu alma, padre tienes, a él le toca, y también al falso amigo que en mi agravio fue cómplice contigo. OCTAVIA: Viva estoy. No te vengo a pedir nada; que, aunque la vida me quitó tu espada, me la volvió la virgen siempre pura en cuya confïanza fui segura contigo ayer, por la inocencia mía y a quien me encomendé cuando moría. Clara y distintamente afirma que lo vio fray Obediente Forzado, a quien confieso, agradecida, que por su intercesión me dio la vida. La crueldad te perdono por la sospecha tuya y para abono de que no te ofendía ni aun la imaginación de parte mía, aunque ya el nudo fuerte que ató la iglesia desató la muerte, otra vez... LUDOVICO: Cierra los labios y vuelve al pecho la voz; que aun antes de pronunciada me enfurece tu intención. Contigo murió mi afrenta y mi enemigo mayor. Sólo para que viviera por tu vida intercedió. ¿Qué disculpa puedes darme si escucharon la traición de tu boca mis oídos; si en el papel que rompió, la queja que de tu amante tenías, en un renglón partido vieron mis ojos firmando mi deshonor? ¿Cómo, vil mujer, te atreves --¡Ciego de cólera estoy!-- a pronunciar que otra vez vuelva a ser tu esposo yo? Vete o tomará mi agravio otra vez satisfacción, y en esa infame crïada que ayer de mí se escapó por testigo de mi agravio... OCTAVIA: Tu necia imaginación te ha mentido. JUANA: No mintiera si hubiera podido yo. LUDOVICO: Quítate de mi presencia, y si estás libre tu amor logre su infame deseo con quien primero que yo te tuvo en sus brazos. OCTAVIA: Miente tu infame lengua; que el sol no llegó a tocar la mano que mi desdicha te dio. Y aunque a ser mía otra vez he vuelto en esta ocasión, casarme con Feliciano no le está bien a mi honor. LUDOVICO: Ni al mío que vuelvas viva. LUZBEL: No tema. ANTOLÍN: El caso llegó. LUDOVICO: Que no ha de poder Francisco porque de su religión soy contrario, conseguir que viva sin honra yo; que a su pesar... JUANA: ¡Celio, Alberto! ANTOLÍN: ¿Llego? LUZBEL: Sí.
Al querer [LUDOVICO] sacar la daga, se pone en medio fray ANTOLÍN
ANTOLÍN: Téngase a Dios, que es justicia de justicia. JUANA: Como un mármol se quedó. LUZBEL: En esa iglesia me espere; que ya con todo cumplió. JUANA: Presto. LUZBEL: No hay que apresurarse. JUANA: ¡Lindamente sucedió! OCTAVIA: Jamás me vi tan gustosa.
Vanse las dos
ANTOLÍN: ¿Qué mira? Ya se atufó. LUDOVICO: Pues, ¿cómo tú... ANTOLÍN: ¿Cómo? Sí. LUDOVICO: ...no has temido? ANTOLÍN: Como no; que el poder que fray Forzado tiene, en mí sustituyó. Estése quedito, y oiga con paciencia y atención mis elocuentes palabras. (Éste, lo mismo que yo, Aparte sabe de letras sagradas.) LUDOVICO: Soñando sin duda estoy. ANTOLÍN: Dé limosna a San Francisco. Cíñase con su cordón que él le meterá en cintura su estomagado rencor. Si no, con su escapulario que como estomaticón le desbalague o componga, como dijo Agamenón. Mire que son sus doblones los cabellos de Absalón y que el demonio por ellos le ha de asir. Deje que el sol los vea, pues son sus hijos. Dé limosnas a trompón para los pobres que Él hizo. Funde un hospital o dos y case veinte doncellas; que ya por él no lo son. Haga todo lo que digo luego al punto; que si no, se irá tan derecho al cielo como el que de allá cayó y se lo ahorrará de misas de sepultura y clamor; que, según su santa vida y buena disposición, no tendrá sobre su entierro la parroquia un sí ni un no. LUDOVICO: ¡Lego vil! ANTOLÍN: Téngase, digo; que soy yo mucho peor que fray Forzado. LUDOVICO: Mi rabia es ya desesperación. ANTOLÍN: Vomite todos los yerros que se avestruz ambición se ha tragado, y descalabre con ellos a un confesor con un guijarro como éste.
Saca de la manga un guijarro
(No es mala la prevención Aparte por si me embiste de golpe.) El gran cardenal doctor se sacudía los huesos porque la carne voló como el cútis o pellejo que el desierto le dejó pergamino, aunque arrugado, sonaba como un tambor. LUZBEL: No diga más desatinos. Aparte. LUDOVICO: Un frío sudor se ha esparcido por mi venas. ANTOLÍN: ¿Por qué no me le dejó? LUZBEL: Calle, que es un loco. Vaya y diga al Guardián que yo en esta casa le espero. No se detenga. ANTOLÍN: Ya voy; mas su caridad advierta que es mía la conversión de este hombre, que ya le dejo más blando que un algodón.
Vase
LUDOVICO: Mágico, demonio o santo, que en mi determinación todo es uno, ¿qué te importa que yo me condene o no? LUZBEL: Siendo santo, me importare mucho dar un alma a Dios; mas siendo demonio, nada, que ni tu condenación me está mejor. El salvarte me pudiera estar peor muchas veces, Ludovico, sin poderlo excusar yo. Te he dicho que te enmendases y que advirtiese tu error que el término de tus culpas se acercaba. Ya llegó. Suplica de la sentencia. Pide espera. LUDOVICO: El corazón se quiere salir del pecho. LUZBEL: ¿Qué aguardas? Pídele a Dios con ansias que te dé tiempo. LUDOVICO: No pueden tener perdón mis culpas. LUZBEL: No desconfíes; que ésa es la culpa mayor que cometen los mortales. Ponle por intercesor a Francisco, y porque empiece a ser tu amigo desde hoy y en su amparo te reciba, dale limosna. LUDOVICO: ¡Eso no! LUZBEL: Mira que después de aquella poderosa intercesión de la siempre virgen madre, no hay otra alguna mayor para el Juez Divino. Mira que, por ser su opuesto yo, me ha dado el mayor castigo que caber pudo en quien soy. Pídele pues que interceda por ti, que puede con Dios tanto, que es de sus devotos raro el que se condenó. Él hará que te dé tiempo. Pídele su protección y a granjearle comienza. Dale limosna. LUDOVICO: ¡Eso no! En llegando a dar limosna a Francisco, olvido a Dios. LUZBEL: Pues mira que sólo tienes... LUDOVICO: No has de causarme temor. LUZBEL: ...un breve instante de vida. LUDOVICO: Eso acredita que son engaños tus persuasiones. Jamás me sentí mejor. LUZBEL: Señor, ¿ya es tiempo?
Dentro
SAN MIGUEL: Sí. LUZBEL: Rebelde, vil pecador, racional, fiero retrato mío, por opuesto a Dios, tu castigo llegó. Baja adonde en llama feroz, que ni fulmina ni alumbre, seas eterno carbón. LUDOVICO: ¡Ay de mí!
Húndese
LUZBEL: ¡Y ay de cuantos son ricos con el sudor de los pobres! Ya Luzbel vuestras órdenes cumplió. Crïador de cielo y tierra, ya tiene la fundación principio de ese convento que mi obediencia labró, ya en Luca con extremo general la devoción con estos frailes. ¿Qué falta para que deje, señor, este sayal, que aborrezco tanto como le amáis vos?
Baja en una tramoya SAN MIGUEL
SAN MIGUEL: Luzbel, para que sacudas el yugo de tu opresión, falta que a los pobres vuelvas lo que a los pobres quitó ese miserable bruto. LUZBEL: Pues, ¿cómo he de poder yo? SAN MIGUEL: No repliques, que bien puedes, pues Dios te da permisión; y mira que solamente persigas la religión de Francisco en lo que a todas pero en su alimento no.
Vuela. [Sube SAN MIGUEL en la tramoya]
LUZBEL: En lo que más les importa podré vengarme. Astarot, del infeliz Ludovico toma luego forma y voz para ejecutar el orden que tengo del Hacedor Eterno.
Vuelve a subir por donde se hundió el mismo LUDOVICO
LUDOVICO: Ya obedecido estás. LUZBEL: Miguel me ordenó que, primero que sacuda el yugo de mi opresión, vuelva a los pobres de Luca todo cuanto les quitó el mísero Ludovico; y porque el Gobernador no lo impida... LUDOVICO: Ya te entiendo; vamos a la ejecución. LUZBEL: Pues, por la ciudad a un tiempo lo publique una legión de las muchas de quien eres capitán porque a tu voz acuda el pueblo. LUDOVICO: Bien dices. LUZBEL: Entra, y desde ese balcón llámalos.
Éntrase LUDOVICO
LUDOVICO: Pueblo de Luca, ya mi crueldad se trocó en lástima. Venid todos, pobres llegad, que otro soy.
Salen ALBERTO y CELIO
LUZBEL: Ya se juntan. ALBERTO: Padre mío, ¿qué es aquesto? LUZBEL: Obra de Dios. Quiere repartir su hacienda. CELIO: Pues advierta que a los dos nos debe muchas raciones. LUZBEL: Yo os daré satisfacción.
Vase
ALBERTO: Todo el pueblo se ha juntado. CELIO: Ya viene el Gobernador.
Sale el GOBERNADOR, y criados
GOBERNADOR: ¿Qué es esto? ¿Quién ha causado tan grande alboroto? LUDOVICO: Yo. GOBERNADOR: Pues, qué intentáis? LUDOVICO: Que a los pobres vuelvo lo que mi rigor los ha usurpado. GOBERNADOR: Mas, ¿cómo entre tanta confusión de gente será posible? LUDOVICO: ¿No lo veis?
Mira dentro [el GOBERNADOR]
GOBERNADOR: ¡Válgame Dios! Fray Forzado lo reparte solo. LUDOVICO: (Con una legión Aparte de espíritus que le asiste.)
Salen el GUARDIÁN, y fray ANTOLÍN
ANTOLÍN: Yo fui quien le convirtió. GUARDIÁN: Calle; que no es Ludovico el que mira. ANTOLÍN: ¿Cómo no? Pues, ¿estoy yo ciego, padre? GOBERNADOR: ¡Oh, padre Guardián! GUARDIÁN: Señor. GOBERNADOR: ¿Qué dice de una mudanza tan rara?
Salen LUZBEL, FELICIANO, OCTAVIA y JUANA
FELICIANO: ¡Sin vida estoy! LUZBEL: No tema; que Octavia es suya. GOBERNADOR: Señora, a buena ocasión venís. OCTAVIA: (La desdicha mía Aparte esta mudanza causó.) LUZBEL: Ya tengo, padre Guardián
Llegándose a él
de dejarlos permisión. GUARDIÁN: Pues di quién eres y vete sin que les causes horror; que a todo el pueblo mañana referiré el caso yo. GOBERNADOR: Ludovico, mi señora Octavia... LUZBEL: Gobernador, no prosigas; que ni es éste Ludovico, ni soy yo el que habéis pensado. GOBERNADOR: ¿Cómo?
Quitándose el hábito [LUZBEL]
LUZBEL: Aunque está sin bendición, quitarme el hábito es fuerza que de disfraz me sirvió. Primero que os desengañe escuchadme sin temor. Al infeliz Ludovico vivo la tierra tragó y porque tú no pudieras impedir la ejecución de restituír su hacienda, su misma forma tomó, con orden mía, este impuro espíritu. Luzbel soy. De limosnero he servido por mandamiento de Dios a los hijos de Francisco en pena de que fui yo de negarles el sustento esta ciudad, el autor. El Guardián, que está presente, a quien Dios le reveló a todo el pueblo mañana referirá en su sermón el suceso más despacio. Ya entre tus hijos y yo, Francisco, cesó la tregua. Ya vuelvo a ser tu mayor contrario. Mira por ellos; que si en su alimento no, en perturbar su virtud se ha de vengar mi rencor.
Húndese
GOBERNADOR: ¡Raro prodigio! FELICIANO: ¡Espantoso! GUARDIÁN: De todo testigo soy. OCTAVIA: No estoy en mí, de asustada. JUANA: ¡Buen santo! ANTOLÍN: ¡Que fuese yo compañero del demonio! GUARDIÁN: Sí, mas como santo obró. FELICIANO: Ya no hay estorbo que impida Octavia mi pretensión. OCTAVIA: Deja que pierda primero de esta desdicha el horror que en fin fue mi esposo. GOBERNADOR: Es justo. FELICIANO: No puedo negarlo yo. ANTOLÍN: En las jornadas del cielo hallará sin distinción este caso el que lo dude. Merezca, si os agradó, por extraño y verdadero, ya que no aplauso, perdón.

FIN DE LA COMEDIA


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002