ACTO SEGUNDO


                     [Sala en casa de don BELTRÁN]

                  Salen don GARCÍA, TRISTÁN y CAMINO

GARCÍA:        "La fuerza de una ocasión me hace exceder del   
          orden de mi estado.  Sabrála v.m. esta noche por 
          un balcón que le enseñará el portador, con lo 
          demás que no es para escrito, y guarde N. Señor..."

               ¿Quién este papel me escribe?
CAMINO:     Doña Lucrecia de Luna. 
GARCÍA:     El alma, sin duda alguna,
            que dentro en mi pecho vive.     
               ¿No es ésta una dama hermosa
            que hoy, antes de media día,
            estaba en la Platería?
CAMINO:     Sí, señor.
GARCÍA:               ¡Suerte dichosa!
               Informadme, por mi vida, 
            de las partes de esta dama.
CAMINO:     Mucho admiro que su fama
            esté de vos escondida.
               Porque la habéis visto, dejo
            de encarecer que es hermosa;     
            es discreta y virtüosa;
            su padre es viudo y es viejo;
               dos mil ducados de renta
            los que ha de heredar serán,
            bien hechos.
GARCÍA:                ¿Oyes, Tristán?
TRISTÁN:    Oigo, y no me descontenta.
CAMINO:        En cuanto a ser principal,
            no hay que hablar; Luna es su padre
            y fue Mendoza su madre,
            tan finos como un coral.    
               Doña Lucrecia, en efeto,
            merece un rey por marido.
GARCÍA:     ¡Amor, tus alas te pido
            para tan alto sujeto!
               ¿Dónde vive?
CAMINO:                     A la Victoria.
GARCÍA:     Cierto es mi bien.  Que seréis,
            dice aquí, quien me guïéis
            al cielo de tanta gloria.
CAMINO:        Serviros pienso a los dos.
GARCÍA:     Y yo lo agradeceré.
CAMINO:     Esta noche volveré,
            en dando las diez, por vos.
GARCÍA:        Eso le dad por respuesta
            a Lucrecia.
CAMINO:                 Adiós quedad.

                              Vase CAMINO

GARCÍA:     ¡Cielos!  ¿Qué felicidad, 
            Amor, qué ventura es ésta?
               ¿Ves, Tristán, cómo llamó
            la más hermosa el cochero
            a Lucrecia, a quien yo quiero?
            Que es cierto que quien me habló    
               es la que el papel me envía.
TRISTÁN:    Evidente presunción.
GARCÍA:     Que la otra, ¿qué ocasión
            para escribirme tenía?
TRISTÁN:       Y a todo mal suceder,    
            presto de duda saldrás,
            que esta noche la podrás
            en la habla conocer.
GARCÍA:        Y que no me engañe es cierto,
            según dejó en mi sentido     
            impreso el dulce sonido
            de la voz con que me ha muerto.

             Sale un PAGE con un papel; dalo a don GARCÍA

PAGE:          Éste, señor don García,
            es para vos.
GARCÍA:                No esté así.
PAGE:       Crïado vuestro nací.
GARCÍA:     Cúbrase, por vida mía.

                        Lee a solas don GARCÍA

               "Averiguar cierta cosa
            importante a solas quiero
            con vos.  A las siete espero
            en San Blas.  --Don Juan de Sosa."
               (¡Válgame Dios!  Desafío.  Aparte
            ¿Qué causa puede tener
            don Juan, si yo vine ayer
            y él es tan amigo mío?)
               Decid al señor don Juan     
            que esto será así.

                             Vase el PAGE

TRISTÁN:                   Señor,
            mudado estás de color.
            ¿Qué ha sido?
GARCÍA:                 Nada, Tristán.
TRISTÁN:       No puedo saberlo?
GARCÍA:                            No.
TRISTÁN:    Sin duda es cosa pesada.
GARCÍA:     Dame la capa y espada.
            (¿Qué causa le he dado yo?)  Aparte

                         Vase TRISTÁN.  Sale don BELTRÁN

BELTRÁN:      ¿García?
GARCÍA:                 ¿Señor?
BELTRÁN:                           Los dos
            a caballo hemos de andar
            juntos hoy, que he de tratar     
            cierto negocio con vos. 
GARCÍA:        ¿Mandas otra cosa?
BELTRÁN:                           ¿Adónde
            vaya cuando el sol echa fuego?

              Sale TRISTÁN y dale de vestir a don GARCÍA

GARCÍA:     Aquí a los trucos me llego
            de nuestro vecino el conde.
BELTRÁN:       No apruebo que os arrojéis,
            siendo venido de ayer,
            a daros a conocer
            a mil que no conocéis;
               si no es que dos condiciones  
            guardéis con mucho cuidado,
            y son:  que juguéis contado
            y habléis contadas razones.
               Pues que mi parecer
            es éste, haced vuestro gusto.
GARCÍA:     Seguir tu consejo es justo.
BELTRÁN:    Haced que a vuestro placer
               aderezo se prevenga
            a un caballo para vos.
GARCÍA:     A ordenallo voy.
BELTRÁN:                     Adiós.   

                            Vase don GARCÍA

BELTRÁN:    (¡Que tan sin gusto me tenga          Aparte
               lo que su ayo me dijo!)
            ¿Has andado con García,
            Tristán?
TRISTÁN:             Señor, todo el día.
BELTRÁN:    Sin mirar en que es mi hijo,     
               si es que el ánimo fïel
            que siempre en tu pecho he hallado
            agora no te ha faltado,
            me di lo que sientes de él.
TRISTÁN:       ¿Qué puedo yo haber sentido 
            en un término tan breve?
BELTRÁN:    Tu lengua es quien no se atreve,
            que el tiempo bastante ha sido,
               y más a tu entendimiento.
            Dímelo, por vida mía,
            sin lisonja.
TRISTÁN:                  Don García,
            mi señor, a lo que siento,
               que he de decirte verdad,
            pues que tu vida has jurado...
BELTRÁN:    De esa suerte has obligado  
            siempre a mí tu voluntad.
TRISTÁN:       ...tiene un ingenio excelente,
            con pensamientos sutiles;
            mas caprichos juveniles
            con arrogancia imprudente.  
               De Salamanca reboza
            la leche, y tiene en los labios
            los contagiosos resabios
            de aquella caterva moza.
               Aquel hablar arrojado,   
            mentir sin recato y modo;
            aquel jactarse de todo
            y hacerse en todo extremado...
               Hoy, en término de un hora,
            echó cinco o seis mentiras.
BELTRÁN:    ¡Válgame Dios!
TRISTÁN:               ¿Qué te admiras
            pues lo peor falta agora;
               que son tales, que podrá
            cogerle en ellas cualquiera.
BELTRÁN:    ¡Ah, Dios!
TRISTÁN:            Yo no te dijera     
            lo que tal pena te da
               a no ser de ti forzado.
BELTRÁN:    Tu fe conozco y tu amor.
TRISTÁN:    A tu prudencia, señor,
            advertir será excusado    
               el riesgo que correr puedo
            si esto sabe don García,
            mi señor.
BELTRÁN:            De mí confía;
            pierde, Tristán, todo el miedo.
               Manda luego aderezar     
            los caballos.

                             Vase TRISTÁN

BELTRÁN:                Santo Dios,
            pues esto permitís vos,
            esto debe de importar.
               ¿A un hijo solo, a un consuelo
            que en la tierra le quedó 
            a mi vejez triste, dio
            tan gran contrapeso el cielo?
               Ahora bien, siempre tuvieron
            los padres disgustos tales;
            siempre vieron muchos males 
            los que mucha edad vivieron.
               ¡Paciencia!  Hoy he de acabar,
            si puedo, su casamiento.
            Con la brevedad intento
            este daño remediar,       
               antes que su liviandad,
            en la corte conocida,
            los casamientos le impida
            que pide su calidad.
               Por dicha, con el cuidado     
            que tal estado acarrea,
            de una costumbre tan fea
            se vendrá a haber enmendado.
               Que es vano pensar que son
            el reñir y aconsejar 
            bastantes para quitar
            una fuerte inclinación.

                             Sale TRISTÁN

TRISTÁN:       Ya los caballos están,
            viendo que salir procuras,
            probando las herraduras     
            en las guijas del zaguán.
               Porque con las esperanzas
            de tan gran fiesta, el overo
            a solas está, primero,
            ensayando sus mudanzas;     
               Y el bayo, que ser procura
            émulo al dueño que lleva,
            estudia con alma nueva
            movimiento y compostura.
BELTRÁN:       Avisa, pues, a García.
TRISTÁN:    Ya te espera tan galán,
            que en la corte pensarán
            que a estas horas sale el día.

                             Vanse los dos

                         [Sala en casa de don Sancho]

                        Salen ISABEL y JACINTA

ISABEL:        La pluma tomó al momento
            Lucrecia, en ejecución    
            de tu agudo pensamiento,
            y esta noche en su balcón,
            para tratar cierto intento,
               le escribió que aguardaría,
            para que puedas en él     
            platicar con don García.
            Camino llevó el papel;
            persona de quien se fía.
JACINTA:       Mucho Lucrecia me obliga.
ISABEL:     Muestra en cualquier ocasión   
            ser tu verdadera amiga.
JACINTA:    ¿Es tarde?
ISABEL:             Las cinco son.
JACINTA:    Aun durmiendo me fatiga
               la memoria de don Juan,
            que esta siesta le he soñado   
            celoso de otro galán.

                         Miran adentro las dos

ISABEL:     ¡Ay, señora!  Don Beltrán
            y el perulero a su lado.
JACINTA:       ¿Qué dices?
ISABEL:                     Digo que aquél
            que hoy te habló en la Platería   
            viene a caballo con él. 
            Mírale.
JACINTA:            ¡Por vida mía
            que dices verdad, que es él!
               ¿Hay tal?  ¿Cómo el embustero
            se nos fingió perulero,   
            si es hijo de don Beltrán?
ISABEL:     Los que intentan siempre dan
            gran presunción al dinero,
               y con ese medio, hallar
            entrada en tu pecho quiso,  
            que debió de imaginar
            que aquí le ha de aprovechar
            más ser Midas que Narciso.
JACINTA:       En decir que ha que me vio
            un año, también mintió,    
            porque don Beltrán me dijo
            que ayer a Madrid su hijo
            de Salamanca llegó.
ISABEL:        Si bien lo miras, señora,
            todo verdad puede ser, 
            que entonces te pudo ver,
            irse de Madrid, y agora,
            de Salamanca volver.
               Y cuando no, ¿qué te admira
            que, quien a obligar aspira 
            prendas de tanto valor,
            para acreditar su amor,
            se valga de una mentira?
               Demás que tengo por llano,
            si no miente mi sospecha,   
            que no lo encarece en vano;
            que hablarte hoy su padre, es flecha
            que ha salido de su mano.
               No ha sido, señora mía,
            acaso que el mismo día    
            que él te vio y mostró quererte,
            venga su padre a ofrecerte
            por esposo a don García.
JACINTA:       Dices bien; mas imagino
            que el término que pasó 
            desde que el hijo me habló
            hasta que su padre vino,
            fue muy breve.
ISABEL:                  Él conoció
               quién eres; encontraría
            su padre en la Platería;  
            hablóle, y él, que no ignora
            tus calidades y adora
            justamente a don García,
               vino a tratarlo al momento.
JACINTA:    Al fin, como fuere, sea.    
            De sus partes me contento,
            quiere el padre, él me desea;
            da por hecho el casamiento.

                             Vanse las dos

                              [Paseo de Atocha]

                    Salen don BELTRÁN  y don GARCÍA

BELTRÁN:       ¿Qué os parece?
GARCÍA:                       Que animal
            no vi mejor en mi vida.
BELTRÁN:    ¡Linda bestia!
GARCÍA:                   Corregida
            de espíritu racional.
               ¡Qué contento y bizarría!
BELTRÁN:    Vuestro hermano don Gabriel,
            que perdona Dios, en él   
            todo su gusto tenía.
GARCÍA:        Ya que convida, señor,
            de Atocha la soledad,
            declara tu voluntad.
BELTRÁN:    Mi pena, diréis mejor.    

               ¿Sois caballero, García?
GARCÍA:     Téngome por hijo vuestro.
BELTRÁN:    ¿Y basta ser hijo mío
            para ser vos caballero?
GARCÍA:     Yo pienso, señor, que sí.
BELTRÁN:    ¡Qué engañado pensamiento!
            Sólo consiste en obrar
            como caballero al serlo.
            ¿Quién dio principio a las casas
            nobles?  Los ilustres hechos     
            de sus primeros autores.
            Sin mirar su nacimientos,
            hazañas de hombres humildes
            honraron sus herederos.
            Luego en obrar mal o bien   
            está el ser malo o ser bueno.
            ¿Es ansí?
GARCÍA:             Que las hazañas
            den nobleza, no lo niego;
            mas no neguéis que sin ellas
            también la da el nacimiento.
BELTRÁN:    Pues si honor puede ganar
            quien nació sin él, ¿no es cierto
            que, por el contrario, puede,
            quien con él nació, perdello?
GARCÍA:     Es verdad.
BELTRÁN:            Luego si vos   
            obráis afrentosos hechos,
            aunque seáis hijo mío,
            dejáis de ser caballero;
            luego si vuestras costumbres
            os infaman en el pueblo,    
            no importan paternas armas,
            no sirven altos abuelos.    
            ¿Qué cosa es que la fama
            diga a mis oídos mesmos
            que a Salamanca admiraron   
            vuestras mentiras y enredos?
            ¡Qué caballero y qué nada!
            Si afrenta al noble y plebeyo
            sólo el decirle que miente,
            decid, ¿qué será el hacerlo, 
            si vivo sin honra yo,
            según los humanos fueros,
            mientras de aquél que me dijo  
            que mentía no me vengo?
            ¿Tan larga tenéis la espada,   
            tan duro tenéis el pecho,
            que penséis poder vengaros,
            diciéndolo todo el pueblo?
            ¿Posible es que tenga un hombre
            tan humildes pensamientos   
            que viva sujeto al vicio
            más sin gusto y sin provecho?
            El deleite natural
            tiene a los lascivos presos;
            obliga a los codiciosos     
            el poder que da el dinero;
            el gusto de los manjares    
            al glotón; el pasatiempo
            y el cebo de la ganancia,
            a los que cursan el juego;
            su venganza, al homicida;   
            al robador, su remedio;
            la fama y la presunción,
            al que es por la espada inquieto.
            Todos los gustos, al fin,   
            o dan gusto o dan provecho;
            mas de mentir, ¿qué se saca
            sino infamia y menosprecio?
GARCÍA:     Quien dice que miento yo,
            ha mentido.
BELTRÁN:                También eso   
            es mentir, que aun desmentir
            no sabéis sino mintiendo.
GARCÍA:     ¡Pues, si dais en no creerme...!
BELTRÁN:    ¿No seré necio si creo
            que vos decía verdad solo 
            y miente el lugar entero?
            Lo que importa es desmentir
            esta fama con los hechos,
            pensar que éste es otro mundo,
            hablar poco y verdadero;    
            mirar que estáis a la vista
            de un rey tan santo y perfeto,
            que vuestros yerros no pueden
            hallar disculpa en sus yerros;
            que tratáis aquí con grandes,     
            títulos y caballeros,
            que, si os saben la flaqueza,
            o perderán el respeto;
            que tenéis barba en el rostro,
            que al lado ceñís acero,     
            que nacistes noble al fin,
            y que yo soy padre vuestro.
            Y no he de deciros más,
            que esta sofrenada espero
            que baste para quien tiene  
            calidad y entendimiento.
            Y agora, porque entendáis
            que en vuestro bien me desvelo,
            sabed que os tengo, García,
            tratado un gran casamiento.
GARCÍA:     (¡Ay, mi Lucrecia!)                   Aparte
BELTRÁN:                       Jamás
            pusieron, hijo, los cielos
            tantas, tan divinas partes
            en un humano sujeto,
            como en Jacinta, la hija    
            de don Fernando Pacheco,
            de quien mi vejez pretende
            tener regalados nietos.
GARCÍA:     (¡Ay, Lucrecia!  Si es posible,      Aparte
            tú sola has de ser mi dueño).     
BELTRÁN:    ¿Qué es esto?  ¿No respondéis?
GARCÍA:     (¡Tuyo he de ser, vive el cielo!)     Aparte
BELTRÁN:    ¿Qué os entristecéis?  ¡Hablad!
            No me tengáis más suspenso.
GARCÍA:     Entristézcome porque es   
            imposible obedeceros.
BELTRÁN:    ¿Por qué?
GARCÍA:             Porque soy casado.
BELTRÁN:    ¡Casado!  ¡Cielos!  ¿Qué es esto?
            ¿Cómo, sin saberlo yo?
GARCÍA:     Fue fuerza, y está secreto.
BELTRÁN:    ¿Hay padre más desdichado?
GARCÍA:     No os aflijáis, que, en sabiendo
            la causa, señor, tendréis
            por venturoso el efeto.
BELTRÁN:    Acabad, pues, que mi vida        
            pende sólo de un cabello.
GARCÍA:     (Agora os he menester,                Aparte
            sutilezas de mi ingenio).

               En Salamanca, señor,
            hay un caballero noble,     
            de quien es la alcuña Herrera
            y don Pedro el propio nombre.
            A éste dio el cielo otro cielo
            por hija, pues, con dos soles
            sus dos purpúreas mejillas     
            hacen claros horizontes.
            Abrevio, por ir al caso,
            con decir que cuantas dotes
            pudo dar Naturaleza
            en tierna edad, la componen.     
            Mas la enemiga fortuna,
            observante en su desorden,
            a sus méritos opuesta,
            de sus bienes la hizo pobre;
            que, demás de que su casa 
            no es tan rica como noble,
            al mayorazgo nacieron,
            antes que ella, dos varones. 
            A ésta, pues, saliendo al río,
            la vi una tarde en su coche,     
            que juzgara el de Faetón
            si fuese Erídano el Tormes.
            No sé quién los atributos
            del fuego en Cupido pone,
            que yo, de un súbito hielo,    
            me sentí ocupar entonces.
            ¿Qué tienen que ver del fuego
            las inquietudes y ardores
            con quedar absorta un alma,
            con quedar un cuerpo inmóvil?  
            Caso fue, verla, forzoso;
            viéndola, cegar de amores;
            pues, abrasado, seguiría,
            júzguelo en pecho de bronce.
            Pasé su calle de día,   
            rondé su puerta de noche;
            con terceros y papeles,
            le encarecí mis pasiones;
            hasta que, al fin, condolida
            o enamorada, responde, 
            porque también tiene Amor
            jurisdicción en los dioses.
            Fui acrecentando finezas
            y ella aumentando favores,
            hasta ponerme en el cielo   
            de su aposento una noche.
            Y, cuando solicitaban
            el fin de mi pena enorme,
            conquistando honestidades,
            mis ardientes pretensiones,      
            siento que su padre viene
            a su aposento; llamóle
            porque jamás tan hacía,
            mi fortuna aquella noche.
            Ella, turbada, animosa,     
            ¡mujer al fin!, a empullones
            mi casi difunto cuerpo
            detrás de su lecho esconde.
            Llegó don Pedro, y su hija,
            fingiendo gusto, abrazóle,     
            por negar el rostro en tanto 
            que cobraba sus colores.
            Asentáronse los dos,
            y él, con prudentes razones,
            le propuso un casamiento    
            con uno de los Monroyes.
            Ella, honesta como cauta,
            de tal suerte le responde,
            que ni a su padre resista,
            ni a mí, que la escucho, enoje.     
            Despidiéronse con esto,
            y, cuando ya casi pone
            en el umbral de la puerta
            el viejo los pies, entonces...,
            ¡Mal hay, amén, el primero     
            que fue inventor de relojes!,
            uno que llevaba yo,
            a dar comenzó las doce.
            Oyólo don Pedro, y vuelto
            hacia su hija:  "¿De dónde     
            vino ese reloj?," le dijo. 
            Ella respondío:  "Envióle,
            para que se le aderecen,
            mi primo don Diego Ponce,
            por no haber en su lugar    
            relojero ni relojes."
            "Dádmele," dijo su padre,
            "porque yo ese cargo tome."
            Pues entonces doña Sancha,
            que éste es de la dama el nombre,   
            a quitármele del pecho,
            cauta y prevenida corre,
            antes que llegar él mismo 
            a su padre se le antoje.
            Quitémelo yo, y al darle, 
            quiso la suerte que toquen
            a una pistola que tengo
            en la mano los cordones.
            Cayó el gatillo, dió fuego;
            al tronido desmayóse 
            doña Sancha; alborotado
            el viejo, empezó a dar voces.
            Yo, viendo el cielo en el suelo
            y eclipsados sus dos soles,
            juzgué sin duda por muerta     
            la vida de mis acciones,
            pensando que cometieron
            sacrilegio tan enorme,
            del plomo de mi pistola,
            los breves, volantes orbes. 
            Con esto, pues, despechado,
            saqué rabioso el estoque;
            fueron pocos para mí,
            en tal ocasión, mi hombres.
            A impedirme la salida, 
            como dos bravos leones,
            con sus armas sus hermanos
            y sus crïados se oponen;
            mas, aunque fácil por todos
            mi espada y mi fuerza rompen,    
            no hay fuerza humana que impida
            fatales disposiciones;
            pues, al salir por la puerta,
            como iba arrimado, asióme
            la alcayata de la aldaba,   
            por los tiros del estoque.
            Aquí, para desasirme,
            fue fuerza que atrás me torne,
            y, entre tanto, mis contrarios,
            muros de espadas me oponen. 
            En esto cobró su acuerdo
            Sancha, y para que se estorbe
            el triste fin que prometen
            estos sucesos atroces,
            la puerta cerró, animosa, 
            del aposento, y dejóme
            a mí con ella encerrado,
            y fuera a mis agresores.
            Arrimamos a la puerta
            baúles, arcas y cofres,   
            que al fin son de ardientes iras
            remedio las dilaciones.
            Quisimos hacernos fuertes;
            mas mis contrarios, feroces,
            ya la pared me derriban     
            y ya la puerta me rompen.
            Yo, viendo que, aunque dilate,
            no es posible que revoque
            la sentencia de enemigos
            tan agraviadas y nobles,    
            viendo a mi lado la hermosa
            de mis desdichas consorte,
            y que hurtaba a sus mejillas
            el temor sus arreboles;
            viendo cuán sin culpa suya     
            conmigo Fortuna corre,
            pues con industria deshace
            cuanto los hados disponen,
            por dar premio a sus lealtades,
            por dar fin a sus temores,  
            por dar remedio a mi muerte,
            y dar muerte a más pasiones,
            hube de darme a partido,
            y pedirles que conformen
            con la unión de nuestras sangres
            tan sangrientas disenciones.     
            Ellos, que ven el peligro
            y mi calidad conocen,
            lo aceptan, después de estar
            un rato entre sí discordes.    
            Partió a dar cuenta al obispo
            su padre, y volvió con orden
            de que el desposorio pueda
            hacer cualquier sacerdote.
            Hízose, y en dulce paz    
            la mortal guerra trocóse,
            dándote la mejor nuera
            que nació del sur al norte.
            Mas en que tú no lo sepas
            quedamos todos conformes,   
            por no ser con gusto tuyo
            y por ser mi esposa pobre;
            pero, ya que fue forzoso
            saberlo, mira se escoges
            por mejor tenerme muerto    
            que vivo y con mujer noble.
BELTRÁN:    Las circunstancias del caso
            son tales, que se conoce
            que la fuerza de la suerte
            te destinó esa consorte,  
            y así, no te culpo en más
            que en callármelo.
GARCÍA:                  Temores
            de darte pesar, señor,
            me obligaron.
BELTRÁN:                Si es tan noble,
            ¿qué importa que pobre sea?    
            ¡Cuánto es peor que lo ignore,
            para que, habiendo empeñado
            mi palabra, agora torne
            con eso a doña Jacinta!
            ¡Mira en qué lance me pones!   
            Toma el caballo, y temprano,
            por mi vida, te recoje,
            porque de espacio tratemos
            de tus cosas esta noche.
GARCÍA:     Iré a obedecerte al punto 
            que toquen las oraciones.

                           Vase don BELTRÁN

               Dichosamente se ha hecho.
            Persuadido el viejo va.
            Ya del mentir no dirá
            que es sin gusto y sin provecho; 
               pues en tan notorio gusto
            el ver que me haya creído,
            y provecho haber huído
            de casarme a mi disgusto.
               ¡Bueno fue reñir conmigo    
            porque en cuanto digo miento,
            y dar crédito al momento
            a cuantas mentiras digo!
               ¡Qué fácil de persuadir
            quien tiene amor suele ser! 
            Y ¡qué fácil en creer
            el que no sabe mentir!
               Mas ya me aguarda don Juan.

                       Dirá hacia adentro

            ¡Hola!  Llevad el caballo.
            Tan terribles cosas hallo   
            que sucediéndome van,
               que pienso que desvarío.
            Vine ayer y, en un momento,
            tengo amor y casamiento
            y causa de desafío.       

                             Sale don JUAN

JUAN:          Como quien sois lo habéis hecho,
            don García.
GARCÍA:                ¿Quién podía,
            sabiendo la sangre mía,                                       
            pensar menos de mi pecho?
               Mas vamos, don Juan, al caso  
            porque llamado me habéis.
            Decid, ¿qué causa tenéis
            --que por sabella me abraso--
               de hacer este desafío?
JUAN:       Esa dama a quien hicisteis, 
            conforme vos me dijisteis,
            anoche fiesta en el río,
               es causa de mi tormento,
            y es con quien dos años ha
            que, aunque se dilata, está    
            tratado mi casamiento.
               Vos ha un mes que estáis aquí,
            y de eso, como de estar
            encubierto en el lugar  
            todo ese tiempo de mí,    
               colijo que, habiendo sido
            tan público mi cuidado,
            vos no lo habéis ignorado,
            y así, me habéis ofendido.
               Con esto que he dicho, digo   
            cuanto tengo que decir,
            y es que, o no habéis de seguir
            el bien que ha tanto que sigo,
               o, si acaso os pareciere
            mi petición mal fundada,  
            se remita aquí a la espada,
            y la sirve el que venciere.
GARCÍA:        Pésame que, sin estar
            del caso bien informado,
            os hayáis determinado     
            a sacarme a este lugar.
               La dama, don Juan de Sosa,
            de mi fiesta, vive Dios
            que ni la habéis visto vos,
            ni puede ser vuestra esposa;     
               que es casada esta mujer,
            y ha tan poco que llegó
            a Madrid, que sólo yo
            sé que la he podido ver.
               Y, cuando ésa hubiera sido, 
            de no verla más os doy
            palabra, como quien soy,
            o quedar por fementido. 
JUAN:          Con eso se aseguró
            la sospecha de mi pecho     
            y he quedado satisfecho.
GARCÍA:     Falta que lo quede yo,
               que haberme desafïado
            no se ha de quedar así;
            libre fue el sacarme aquí,     
            mas, habiéndome sacado,
               me obligasteis, y es forzoso,
            puesto que tengo de hacer
            como quien soy, no volver
            sino muerto o victorioso.
JUAN:          Pensado, aunque a mis desvelos
            hayáis satisfecho así,
            que aún deja cólera en mí
            le memoria de mis celos.

    Sacan las espadas y acuchíllanse.  Sale don FÉLIX

FÉLIX:         Deténganse, caballeros, 
            que estoy aquí yo.
GARCÍA:                   ¡Que venga
            agora quien me detenga!
FÉLIX:      Vestid los fuertes aceros,
               que fue falsa la ocasión
            de esta pendencia.
JUAN:                         Ya había     
            dícholo así don Garcia;
            pero, por la obligación
               en que pone el desafío,
            desnudó el valiente acero.
FÉLIX:      Hizo como caballero      
            de tanto valor y brío.
               Y, pues,  bien quedado habéis
            con esto, merezca yo
            que, a quien de celoso erró,
            perdón y las manos deis.  

                              Dense las manos

GARCÍA:          Ello es justo y lo mandáis.
            Mas mirad de aquí adelante,
            en caso tan importante,
            don Juan, cómo os arrojáis.
               Todo lo habéis de intentar  
            primero que el desafío,
            que empezar es desvarío
            por donde se ha de acabar.

                            Vase don GARCÍA

FÉLIX:         Extraña ventura ha sido
            haber yo a tiempo llegado.
JUAN:       ¿Que en efecto me he engañado?
JUAN:       Sí.
JUAN:          ¿De quién lo habéis sabido?
FÉLIX          Súpelo de un escudero
            de Lucrecia.
JUAN:                       Decid, pues,
            ¿cómo fue?
FÉLIX:                La verdad es
            que fue el coche y el cochero    
               de doña Jacinta anoche
            al Sotillo, y que tuvieron
            gran fiesta las que en él fueron;
            pero fue prestado el coche. 
               Y el caso fue que, a las horas
            que fue a ver Jacinta bella
            a Lucrecia, ya con ella
            estaban las matadoras,
               las dos primas de la quinta. 
JUAN:       ¿Las que en el Carmen vivieron?
FÉLIX:      Sí, Pues ellas le pidieron
            el coche a doña Jacinta,
               y en él, con la oscura noche,
            fueron al río las dos.    
            Pues vuestro paje, a quien vos
            dejasteis siguiendo el coche,
               como en él dos damas vio
            entrar cuando anochecía,
            y noticia no tenía        
            de otra visita, creyó
               ser Jacinta la que entraba
            y Lucrecia.
JUAN:                 Justamente.
FÉLIX:      Siguió el coche diligente
            y, cuando en el soto estaba,     
               entre la música y cena
            lo dejó y volvió v buscaros
            a Madrid, y fue el no hallaros
            ocasión de tanta pena;
               porque, yendo vos allá,     
            se deshiciera el engaño.
JUAN:       En eso estuvo mi daño.
            Mas tanto gusto me da
               el saber que me engañé,
            que doy por bien empleado   
            el disgusto que he pasado.
FÉLIX:      Otra cosa averigüé
               que es bien graciosa.
JUAN:                                Decid.
FÉLIX:      Es que el dicho don García
            llegó ayer en aquel día 
            de Salamanca a Madrid,
               y en llegando se acostó,
            y durmió la noche toda,
            y fue embeleco la boda
            y festín que nos contó.
JUAN:          ¿Qué decís?
FÉLIX:                 Esto es verdad.
JUAN:       ¿Embustero es don García?
FÉLIX:      Eso un ciego lo vería;
            porque tanta variedad
               de tiendas, aparadores,  
            vajillas de plata y oro,
            tanto plato, tanto coro
            de instrumentos y cantores,
               ¿no eran mentira patente?
JUAN:       Lo que me tiene dudoso 
            es que sea mentiroso
            un hombre que es tan valiente;
               que de su espada el furor
            diera a Alcides pesadumbre.
FÉLIX:      Tendrá el mentir por costumbre   
            y por herencia el valor.
JUAN:          Vamos, que a Jacinta quiero
            pedille, Félix, perdón,
            y decille la ocasión
            con que esforzó este embustero 
               mi sospecha.
FÉLIX:                    Desde aquí
            nada le creo, don Juan.
JUAN:       Y sus verdades serán
            ya consejos para mí.

                           Vanse los dos

                                  [La calle]

             Salen TRISTÁN, don GARCÍA y CAMINO, de noche

GARCÍA:        Mi padre me dé perdón,    
            que forzado le engaña.
TRISTÁN:    ¡Ingeniosa excusa fue!
            Pero, dime:  ¿qué invención
               agora piensas hacer
            con que no sepa que ha sido 
            el casamiento fingido?
GARCÍA:     Las cartas le he de coger
               que a Salamanca escribiere,
            y, las respuestas fingiendo
            yo mismo, iré entreteniendo    
            la ficción cuanto pudiere.

             Salen JACINTA, LUCRECIA e ISABEL a la ventana

JACINTA:       Con esta nueva volvió
            don Beltrán bien descontento,
            cuando ya del casamiento
            estaba contenta yo.
LUCRECIA:      ¿Que el hijo de don Beltrán
            es el indiano fingido?
JACINTA:    Sí, amiga.
LUCRECIA:             ¿A quién has oído
            lo del banquete?
JACINTA:                 A don Juan.
LUCRECIA:      Pues ¿cuándo estuvo contigo?
JACINTA:    Al anochecer me vio,
            y en contármelo gastó
            lo que pudo estar conmigo.
LUCRECIA:      Grandes sus enredos son.
            ¡Buen castigo te merece!
JACINTA:    Estos tres hombres parece
            que se acercan al balcón.
LUCRECIA:      Vendrá al puesto don García,
            que ya es hora.
JACINTA:                 Tú, Isabel,
            mientras hablamos con él, 
            a nuestros viejos espía.
LUCRECIA:      Mi padre está refiriendo
            bien de espacio un cuento largo
            a tu tío.
ISABEL:             Yo me encargo
            de avisaros en viniendo.    

                              Vase ISABEL

CAMINO:        Éste es el balcón adonde
            os espera tanta gloria.

                              Vase CAMINO

LUCRECIA:   Tú eres dueño de la historia;
            tú en mi nombre le responde.
GARCÍA:        ¿Es Lucrecia?
JACINTA:                  ¿Es don García?
GARCÍA:     Es quien hoy la joya halló
            más preciosa que labró
            el cielo en la Platería.
               Es quien, en llegando a vella,
            tanto estimó su valor,    
            que dio, abrasado de amor,
            la vida y alma por ella.
               Soy, al fin, el que se precia
            de ser vuestro, y soy quien hoy
            comienzo a ser, porque soy  
            el esclavo de Lucrecia.

                    Habla aparte JACINTA a LUCRECIA

JACINTA:       Amiga, este caballero
            para todas tiene amor.
LUCRECIA:   El hombre es embarrador.
JACINTA:    Él es un gran embustero.
GARCÍA:        Ya espero, señora mía,
            lo que me queréis mandar.
JACINTA:    Ya no puede haber lugar
            lo que trataros quería...

              Habla TRISTÁN al oído de don GARCÍA

TRISTÁN:       ¿Es ella?
GARCÍA:                  Sí.
JACINTA:                    ...que trataros  
            un casamiento intenté
            bien importante, y ya sé
            que es imposible casaros.
GARCÍA:        ¿Por qué?
JACINTA:                Porque sois casado.
GARCÍA:     ¿Que yo soy casado?
JACINTA:                    Vos.
GARCÍA:     Soltero soy, ¡vive Dios!
            Quien lo ha dicho os ha engañado.

                       Aparte JACINTA y LUCRECIA

JACINTA:       ¿Viste mayor embustero?
LUCRECIA:   No sabe sino mentir.
JACINTA:    ¿Tal me queréis persuadir?
GARCÍA:     ¡Vive Dios, que soy soltero!
JACINTA:       ¡Y lo jura!
LUCRECIA:                 Siempre ha sido
            costumbre del mentiroso,
            de su crédito dudoso
            jurar para ser creído.
GARCÍA:        Si era vuestra blanca mano    
            con la que el cielo quería
            colmar la ventura mía,
            no pierda el bien soberano,
               pudiendo esa falsedad    
            probarse tan fácilmente.
JACINTA:    (¡Con qué confïanza miente!    Aparte
            ¿No parece que es verdad?
GARCÍA:        La mano os daré, señora,
            y con eso me creeréis.
JACINTA:    Vos sois tal, que la daréis
            a trescientas en una hora.
GARCÍA:        Mal acreditado estoy
            en vos.
JACINTA:            Es justo castigo;
            porque mal puede conmigo    
            tener crédito quien hoy
               dijo que era perulero
            siendo en la corte nacido;
            y, siendo de ayer venido,
            afirmó que ha un año entero  
               que está en la corte; y habiendo
            esta tarde confesado
            que en Salamanca es casado,
            se está agora desdiciendo;
               y quien, pasando en su cama   
            toda la noche, contó
            que en el río la pasó
            haciendo fiesta a una dama.
TRISTÁN:       (¡Todo se sabe!)                   Aparte
GARCÍA:                      Mi gloria,
            escuchadme, y os diré     
            verdad pura, que ya sé
            en qué se yerra la historia.
               Por las demás cosas paso,
            que son de poco momento,
            por tratar del casamiento,  
            que es lo importante del caso.
               Si vos hubiéredes sido
            causa de haber yo afirmado,
            Lucrecia, que soy casado,
            ¿será culpa haber mentido?
JACINTA:       ¿Yo la causa?
GARCÍA:                  Sí, señora.
JACINTA:    ¿Cómo?
GARCÍA:            Decírosla quiero.

                    Habla aparte JACINTA a LUCRECIA

JACINTA:    Oye, que hará el embustero
            lindos enredos agora.
GARCÍA:        Mi padre llegó a tratarme   
            de darme otra mujer hoy;
            pero yo, que vuestro soy,
            quise con eso excusarme.
               Que, mientras hacer espero
            con vuestra mano mis bodas, 
            soy casado para todas,
            sólo para vos soltero.
               Y, como vuestro papel
            llegó esforzando mi intento,
            al tratarme el casamiento   
            puse impedimento en él.
               Éste es el caso; mirad
            si esta mentira os admira,
            cuando ha dicho esta mentira
            de mi afición la verdad.
LUCRECIA:      (Mas ¿si lo fuese?)                Aparte
JACINTA:                 (¡Qué buena      Aparte
            la trazó, y qué de repente!)
            Pues ¿cómo tan brevemente
            os puedo dar tanta pena?
               ¡Casi aun no visto me habéis     
            y ya os mostráis tan perdido!
            ¿Aún no me habéis conocido
            y por mujer me queréis?
GARCÍA:        Hoy vi vuestra gran beldad
            la vez primera, señora;   
            que el amor me obliga agora
            a deciros la verdad.
               Mas si la causa es divina,
            milagro el efeto es,
            que el dios niño, no con pies, 
            sino con alas camina.
               Decir que habéis menester
            tiempo vos para matar,
            fuera, Lucrecia, negar
            vuestro divino poder.  
               Decís que sin conoceros
            estoy perdido.  ¡Pluguiera
            a Dios que no os conociera,
            por hacer más en quereros!
               Bien os conozco; las partes   
            sé bien que os dio la Fortuna,
            que sin eclipse sois luna,
            que sois mudanza sin martes,
               que es difunta vuestra madre,
            que sois sola en vuestra casa,   
            que de mil doblones pasa
            la renta de vuestro padre.
               Ved, si estoy mal informado.
            ¡Ojalá, mi bien, que así
            los estuviérades de mí!
LUCRECIA:   (Casi me pone en cuidado).            Aparte
JACINTA:       ¿Pues Jacinta, ¿no es hermosa?
            ¿No es discreta, rica y tal
            que puede el más principal
            desealla por esposa? 
GARCÍA:        Es discreta, rica y bella;
            mas a mí no me conviene.
JACINTA:    Pues, decid, ¿qué falta tiene?
GARCÍA:     La mayor, que es no querella.
JACINTA:       Pues yo con ella os quería  
            casar, que esa sola fue
            la intención con que os llamé.
GARCÍA:     Pues sería vana porfía;
               que por haber intentado
            mi padre, don Beltrán, hoy     
            lo mismo, he dicho que estoy
            en otra parte casado.
               Y si vos, señora mía,               
            intentáis hablarme en ello,
            perdonad, que por no hacello     
            seré casado en Turquía.
               Esto es verdad, ¡vive Dios!,
            porque mi amor es de modo
            que aborrezco aquello todo,
            mi Lucrecia, que no es vos.
LUCRECIA:      (¡Ojalá!)            Aparte
JACINTA:                Que me tratáis
            con falsedad tan notoria!
            Decid, ¿no tenéis memoria,
            o vergüenza no tenéis?
               ¿Cómo, si hoy dijisteis vos 
            a Jacinta que la amáis,
            agora me lo negáis?
GARCÍA:     ¿Yo a Jacinta?  ¡Vive Dios!,
               que sola con vos he hablado
            desde que entré en el lugar.
JACINTA:    Hasta aquí pudo llegar
            el mentir desvergonzado.
               Si en lo mismo que yo vi
            os atrevéis a mentirme,
            ¿qué verdad podréis decirme? 
            Idos con Dios, y de mí
               podéis desde aquí pensar
            --si otra vez os diere oído--
            que por divertirme ha sido;
            como quien, para quitar     
               el enfadoso fastidio
            de los negocios pesados,
            gasta los ratos sobrados
            en las fábulas de Ovidio.

                             Vase JACINTA

GARCÍA:        Escuchad, Lucrecia hermosa.
LUCRECIA:   (Confusa quedo).                      Aparte  

                               Vase LUCRECIA

GARCÍA:                   ¡Estoy loco!
            ¿Verdades valen tan poco?
TRISTÁN:    En la boca mentirosa.
GARCÍA:        ¡Que haya dado en no creer
            cuanto digo!
TRISTÁN:            ¿Qué te admiras,  
            si en cuatro o cinco mentiras
            te ha acabado de coger?
               De aquí, si lo consideras,  
            conocerás claramente
            que, quien en las burlas miente, 
            pierde el crédito en las veras.

FIN DEL SEGUNDO ACTO

La verdad sospechosa, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 24 Jun 2002