ACTO SEGUNDO


Salen don SEBASTIÁN y don DIEGO
SEBASTIÁN: Esto habéis de hacer, señor don Diego, por mí, supuesto que os esté bien; que yo en esto no soy más que intercesor con vos, consejero no, pues esfuerza que sepáis lo que perdéis o ganáis en ello mejor que yo; que soy tan recién llegado. Si bien por las ocasiones que os he dicho, en las acciones de don Fernando me ha dado su valor y calidad información tan entera, que en su emulación dijera lo que digo, en su amistad. DIEGO: ¿Que tantas obligaciones, don Sebastián, le tenéis? SEBASTIÁN: Las que colegir podéis de quien en dos ocasiones la vida, señor, me ha dado. Demás que lograr confío, siendo vos tercero mío, con su hermana mi cuidado que si a Lucrecia le dais, con tal que me dé la mano de la que adoro, su hermano se tendrá, pues le obligáis dándole el bien que desea, por venturoso, y a mí me calificáis así, pues queriendo que yo sea de vuestro yerno cuñado, puesto que importa ocultarle quién soy, puede asegurarle vuestro abono ese cuidado. DIEGO: Yo estimo, como es razón a don Fernando, y le diera, puesto que él no los tuviera, méritos la intercesión; mas determinarme quiero, supuesto que es portugués, y vuestro padre lo es, informándome primero de tan verdadero amigo; y así, le hemos de esperar; que con él se ha de tratar este caso, no conmigo. SEBASTIÁN: Si en él lo comprometéis, la norabuena desde hoy a don Fernando le doy DIEGO: ¿Qué sabéis? No os empeñéis.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN: ¡Oh padre! Las ansias mías te den las ansias de amor. Cifre el planeta mayor en un instante los días de tu prolija tardanza; que donde es tal la ocasión, da muerte la dilación, si da vida la esperanza,
Sale don JUAN
JUAN: Más fácilmente, señor don Rodrigo, parecéis a quien veros no quisiera que a quien os procura ver. SEBASTIÁN: No sé porqué lo decís. JUAN: Digolo porque, después que para estorbarme en casa de doña Ana os encontré, no pude hallaros, de muchas que os he buscado, una vez. SEBASTIÁN: Ni aun ésta, pluguiera a Dios, me hallárades si ha de ser para decirme pesares; que decir que os estorbé cuando en casa de dona Ana los dos nos hablamos, es un lenguaje muy ajeno, don Juan, del que usar debéis por vos, por ella y por mí; porque ni a doña Ana, a quien mira con respeto el sol, os pudistes atrever, ni ella permitir que a solas con mas licencia la habléis que en presencia de testigos, ni vos, conforme a la ley de noble, cuando eso fuera, lo debéis dar a entender, Ni a mí, que soy de su hermano tan estrecho amigo, es bien, cuando olvidéis lo demás, que de ese modo me habléis. JUAN: Esas son caballerías de Amadís y Florisel, y se os luce, don Rodrigo, lo recién llegado bien, pues ignoráis que en la corte la competencia es cortés, permitido el galanteo y usado el darlo a entender y más donde la ocasión por que os he buscado, fue ésta sola; que me importa saber de vos si tenéis prendas de amistad no más, o empeños de amor también, con doña Ana Vasconcelos, y si en vos he de tener amigo o competidor. SEBASTIÁN: Mal os ha informado quien os dijo que los precetos de noble y galán no sé, y que cuando amante sea, de mí lo habéis de saber; fuera de que os engañáis si pensáis que en mí no es, para estorbar vuestro amor, bastante ocasión tener amistad a don Fernando. JUAN: Con ese color queréis pasar por virtud conmigo lo que es delito con él. Y puesto que así lo entiendo, en resolución sabed que si vos, como Faetón, el pensamiento atrevéis al sol que adoro, esta espada un rayo ardiente ha de ser, que en vuestras cenizas llueva escarmientos otra vez.
Sale don FERNANDO
FERNANDO: (¿Qué es esto?) Aparte SEBASTIÁN: Al fin me tratáis como a forastero, pues desconocéis este acero;
Empuñan
Mas presto veréis en él vuestro engaño y mi valor. FERNANDO: Don Juan de Lara, tened; Don Rodrigo, basta. JUAN: (¡Ah cielos!) Aparte FERNANDO: ¿Qué es esto? SEBASTIÁN: Pues os ponéis de por medio, ya no es nada. FERNANDO: Si acaso puedo saber la causa de este disgusto, a gran ventura tendré, don Juan, llegar a ocasión de evitarlo y componer de los dos la diferencia. JUAN: Solo deciros podré que a mí me sobra razón y que la suerte crüel no pudo hacerme pesar agora mayor que haber llegado vos a impedir mi furia.
Vase don JUAN
FERNANDO: Don Juan, volved. Fuego despiden sus ojos, y el viento injurian sus pies. No puedo yo, don Rodrigo, saber qué es esto? SEBASTIÁN: ¿No veis que el silencio de don Juan me le ha obligado a tener, pues a vos mismo, Fernando, no ha de pareceros bien que yo remita a la lengua lo que a las espadas él? FERNANDO: Basta; doyme por vencido. (Lucrecia sin duda es Aparte la ocasión, porque don Juan es su amante, y le escuché sentimientos de celoso.) Decidme, Rodrigo, pues ¿Qué hay de mi esperanza? ¿Hablastes a don Diego? SEBASTIÁN: Ya le hablé; y aunque conoce y estima lo mucho que merecéis, responde que por agora no se puede resolver. FERNANDO: ¿Eso es estimarme? SEBASTIÁN: Prendas de tanto valor ¿queréis que solo a vuestro deseo atentas, Fernando, estén? ¿A vos solo habrá tirado orado arpón, desde aquel cielo de Lucrecia, Amor? ¿Vos solamente seréis quien conquiste su hermosura y contraste su desdén, que a la primer diligencia os prometistes vencer? Yo he hecho lo que he podido, y lo que pudiere haré. Pues dilatar no es negar, paciencia, amigo, tened; que empresas tan importantes no se acaban de una vez.
Vase don SEBASTIÁN
FERNANDO: Qué sospechas, qué recelos son estos, suerte crüel, con que a mi pecho abrasado tan dura guerra movéis? Con tantos y tan urgentes indicios di que es infiel a mi amistad don Rodrigo, y que de Lucrecia es amante; que con don Diego tiene amistad le escuché, y desde la Nueva España viene dirigido a él. Visitóle a excusas mías, que claramente se ve que lo excusó con cuidado; que a no recatarse, pues era tan recién venido a Madrid, para saber siquiera dónde vivía, me preguntaron por él. La ocasión de esta pendencia con don Juan por celos fue, claro está; que él le decía, "En resolución sabed que si vos, como Faetón, el pensamiento atrevéis al sol que adoro, esta espada un rayo ardiente ha de ser, que en vuestras cenizas llueva escarmientos otra vez." Pues si nació la cuestión de celos, y don Juan es de Lucrecia pretendiente, Lucrecia la causa fue, y de don Rodrigo está celoso don Juan; que a ser yo la causa, se mostrara conmigo airado también, y no dijera a Rodrigo, riñendo ahora con él, "Que si vos, como Faetón, el pensamiento atrevéis al sol que adoro..." Demás que don Rodrigo, ¿por qué me ocultara la ocasión, si mi pretensión lo es? Luego de este y los demás indicios, y responder agora timidamente a mi intento, bien se ve que es amante de Lucrecia y es a mi amistad infiel. Masm ¿cómo puede ser noble quien es engañoso, quien es ingrato a quien le ha dado la vida una y otra vez? ¡Vive Dios! Si lo averiguo, pues para hacerlo he de ser Árgos que imprima los ojos en las huellas de sus piés, que he de quitarle la vida que le di, pues a perder el beneficio condena a los ingratos la ley.
Vase. Salen MOTÍN, doña ANA e INÉS
ANA: ¿Dónde tu dueño quedó? MOTÍN: ¡Qué caminas diligente! En una visita, enfrente de la Trinidad, entró, en una casa en que habita un don Diego. ANA: (¡Oh, santos cielos! Aparte Ya toca en el alma a celos, de Lucrecia esta visita.) Pues ¿qué tiene don Rodrigo con don Diego? MOTÍN: Solo sé que en su casa le dejé porque pasando un amigo por allí, me convidó con lugar en la comedia, donde dos horas y media de pasatiempo me dio; que por ser ducho en la corte, y yo de los más bisoños, fue en el golfo de los moños del aparador mi norte. "¿Veis,' dijo, "aquélla que está Con el manto de anascote, y anda por Madrid al trote, rüina del tiempo ya? Yo la conocí edificio, y una moza a quien crió y en su niñez la sirvió, hoy la tiene en su servicio. La que ves que con el guante vuelto, y los dedos en forma de luna bicorne, informa de los riesgos de su amante, --No puedo iener la risa-- una vez a verla entré muy de mañana, y hallé puesta la fénix camisa al fuego; y a imitación de nuestra madre primera, le daba una manta higuera y paraíso un colchón." En esto salió a cantar la música de Vallejo, y luego, cada trebejo encajado en su lugar, la comedia se empezó, y al punto los mosqueteros dieron en decir, "¡Sombreros!" y como se descubrió todo infante por igual, quedó junto y sosegado. Era un país empedrado de cabezas el corral. La comedia felizmente aplaudida, al puerto llega; que era de Lope de Vega, y el baile de Benavente. Y dado fin a la historia, salió la gente, y salí; vine, y conté lo que ví. Aquí gracia, y después gloria. ANA: Ha sido la relación como de tu ingenio agudo. (Pero divertir no pudo Aparte las penas del corazón.) Vete y a tu dueño di, Motín, que al punto me vea. MOTÍN: Mandarle lo que desea no es preceto, piedad sí. ¿No me hablas, Inés? ¿Te ha dado la cadena autoridad, presunción y gravedad? INÉS: Aunque el oro es tan pesado, que hacerme grave pudiera, nunca lo seré contigo; que solo por don Rodrigo, cuando por tí no lo hiciera, te estimara. MOTÍN: Bien entiendes la musa, bien lo rodeas. ¡A mi señor lisonjeas! ¿Otra cadena pretendes?
Vase MOTÍN
ANA: ¿Inés? INÉS: ¿Señora? ANA: Yo estoy... No sé cómo estoy. INÉS: ¿De qué? ANA: Ayer a amar empecé, y a tener sospechas hoy. ¡Oh, pensiones del amor! INÉS: Pues ¿qué recelas, señora? ANA: ¿No viste que dijo agora Motín que entró su señor esta tarde a visitar a don Diego? INÉS: Sí. ANA: ¿No es padre de Lucrecia? INÉS: Pues por eso, ¿has de sospechar que la adora y te desprecia, siendo tan recién venido que apenas habrá tenido tiempo de ver a Lucrecia? ANA: Tiempo ha tenido y lugar. ¿No te acuerdas tú que cuando don Rodrigo y don Fernando llegaron a este lugar, Lucrecia estaba conmigo, y al partirse la miraron, y su buen aire alabaron don Fernando y don Rodrigo? INÉS: Es verdad. ANA: ¿No salió luego don Rodrigo, Inés, de aquí para su posada? INÉS: Sí. ANA: Pues si acaso el Amor ciego hizo allí, pues cada día canta mayores hazañas, saetas de las pestañas que entre el manto descubría Lucrecia, y el movimiento airoso que la ausentó, con los ojos le llevó a Rodrigo el pensamiento, ¿no pudo seguir sus huellas, pues ella le estamparía, si con amor la seguía, a las pisadas estrellas? INÉS: Ancho es el campo, señora de lo posible; mas dudo, puesto que seguirla pudo, que lo hiciese quien te adora desde el punto que te vió. ANA: Eso me obliga a pensar que es muy fácil de mudar quien tan fácilmente amó. Pero mi hermano ha llegado.
Sale don FERNANDO
FERNANDO: (Medio no he de perdonar Aparte con que pueda averiguar mi ofensa; que aunque me ha dado tanta ocasión don Rodrigo, nadie se ha de resolver por indicios a creer falsedades de un amigo.) ANA: ¿Es tiempo de verte, hermano? FERNANDO: Admírate de que vivo, y no de que tardo en verte, según son los males míos. Déjanos solos, Inés. INÉS: (¿Qué es esto? ¿Si habrá sabido Aparte los amores don Fernando de su hermana y don Rodrigo?)
Vase
ANA: Ya estamos solos, ya espero que tu lengua, hermano mío, dé luz a mis confusiones, y a tus pesares alivio. FERNANDO: (Color daré diferente Aparte a mi intento vengativo, porque me diga verdades, sin recelarme peligros.) Yo tengo, querida hermana, casi evidentes indicios que en los ojos de Lucrecia, en que yo dos rayos miro airados, mira benignas dos estrellas don Rodrigo. ANA: (¡Ay de mí! No mintió el alma.) Aparte FERNANDO: Y si, como yo imagino, en demanda tan dichosa partió de los mares indios a los puertos españoles, con don Diego convenido, y estimado de Lucrecia; aunque su ventura envidio, reconozco su razón, y haré mal si solicito conquistar una enemiga y contrastar un amigo que por alcanzar su mano discurrió tantos caminos, tantos trabajos sufrió, y venció tantos peligros; y así, para resolverme, doña Ana, a mudar designios y buscar en otros ojos fuego que enjugue los míos, falta solo reducir a evidencia los indicios; y tu ingenio y discreción, hermana, han de ser el hilo que saque a luz mi cuidado de este ciego laberinto. Tú has de verte con Lucrecia, y tú de sus labios mismos, con industria al disimulo, y con cautela al descuido, has de saber si son sombras o verdades las que he visto. ANA: De mí tus intentos fía, que me tocan como míos. FERNANDO: Otra vez te advierto, hermana, que con tan sutil estilo te informes, que ni Lucrecia entienda ni don Rodrigo que tú inquieres cuidadosa, ni yo celoso averiguo.
Vase don FERNANDO
ANA: ¿Quién pensara que la nave Que por los azules vidrios de] mar, exhalado leño, cuando en los pardos bajíos rompe la ensebada quilla, halle en los escollos mismos, para vencerlos más fuerzas, y más alas para hüirlos? Dudando si me igualaba en calidad don Rodrigo, el golfo de amor corría mi esoeranza; y cuando miro agravios en que padece naufragio el intento mío, en ellos mismos ha hallado de Amor nuevos incentivos, nuevas alas mi deseo, más fuerza mis desvaríos, más resolución mis dudas, y mi afición más motivos. Porque si, como sospecha don Fernando y yo colijo, don Diego, que es tan prudente, tan principal y tan rico, ha estimado por esposo de su hija a don Rodrigo, y le llama, cuando tantos caballeros conocidos en España la desean, desde los remotos indios para hacerle más dichoso, por conocerle más digno; y ella lo prefiere a tantos más galanes que Narciso, más que Páris principales y más que Piramo finos, que la obligan a cuidados y la acusan a suspiros; claro está que la merece, claro está. Pues si conmigo pudieron tanto sus partes, cuando por no haber sabido su calidad me debiera reprimir, que el amor mío volaba ligero, como tal vez el neblí castizo, sin que estorben las pihuelas de los pies a los cuchillos de las alas, hasta el sol remonta el vuelo si ha visto en la corona del viento el pájaro fugitivo; ¿qué sera cuando esta duda no enfrena mis desvaríos? ¿Qué será cuando conozco lo que pierdo, cuando invidio lo que mi enemiga alcanza, cuando agraviada me incito, declarada me avergüenzo, engañada desconfío, enamorada me abraso, y celosa desatino?
Sale don SEBASÍTIÁN
...................... ......................... ........................ ........................ ........................ ........................ ........................ ........................ SEBASTIÁN: A obedecerte, señora, vengo turbado. ANA: ¿De qué? SEBASTIÁN: Como sabes de mi fe la verdad con que te adora, haberle mandado agora a quien su cuidado emplea solo en verte, que te vea, me ha causado confusión; que a nadie sin ocasión le mandan lo que desea. ANA: (¡Ah, falso! Ocultar intento, para averiquar mi agravio, en la lisonja del labio del corazón el tormento.) Rodrigo, mi mandamiento fue de mi amor diligencia, que no pudo mi paciencia fïarla de tu cuidado. Dime, dime, ¿en qué has gastado tan largas horas de ausencia? SEBASTIÁN: De mi posada salí a las dos; que tú, que diste luz á mis ojos, me viste. ANA: No pregunto lo que vi. SEBASTIÁN: Lo demás escucha. ANA: Di. (Si se recata conmigo, Aparte y me oculta don Rodrigo que a don Diego visitó, es cierto que me ofendió.) SEBASTIÁN: Fui a visitar un amigo. ANA: ¿Dónde vive? SEBASTIÁN: Vive enfrente de la Trinidad. ANA: (¡Ah, cielos! Ya el incendio de mis celos mitiga la furia ardiente, pues confiesa fácilmente.) ¿Cómo es su nombre? SEBASTIÁN: Don Diego de Mendoza. ANA: (Más sosiego voy cobrando.) ¿Y a qué hora le dejaste? SEBASTIÁN: Eran, señora, las cuatro. ANA: (Ya crece el fuego.) Estando ausente de mí, ¿dos horas con él gastaste? Mucho te importó. SEBASTIÁN: Eso baste para disculpa. Salí de su casa... ANA: Ten ahí; no salgas tan presto, no; que no es bien que pase yo tan apriesa del lugar donde a quien adoro, estar tan de espacio le importó. (Suspenso y descolorido Aparte ha quedado. Ya, ¿qué espero? Recelo fue verdadero el que mi hermano ha tenido, de que llamado ha venido a ser de Lucrecia esposo.) Responde. SEBASTIÁN: Impulso piadoso me trajo de mi destino, que en tus ojos me previno estado tan venturoso. ANA: Claro está que has de dorar con lisonjas mis agravios; que mentir saben los labios, si el pecho sabe engañar; mas si me quieres dejar satisfecha, haz una cosa. SEBASTIÁN: Ninguna hay dificultosa. ANA: (Probarle quiero.) ¿Has de ser Aparte mi esposo? SEBASTIÁN: ¿Puedo tener suerte yo mas venturosa? ANA: Pues dame la mano. SEBASTIÁN: (¡Ah, cielos! Aparte Pues don Diego, "¿qué sabeis?" me dijo; "no os empeñeis," con misteriosos recelos; y doña Ana Vasconcelos se resuelve a ser mi esposa tan fácil y presurosa sin saber quién soy; Amor, mirad que puede el honor hallar la espina en la rosa.) ANA: ¿Qué dudas? Qué te suspendes? Mira, traidor, si has mentido, pues no admites ofrecido lo que dices que pretendes. SEBASTIÁN: Porque tu valor ofendes, confuso, doña Ana, estoy, y crédito no le doy a tu arrojada fineza, pues me ofreces tu belleza antes de saber quien soy. ANA: Cuando te ofrezco la mano, ¿culpas, falso don Rodrigo, la fineza en que te obligo de arrojamiento liviano? SEBASTIÁN: Yo, mi bien, debo a tu hermano la vida, y no he de agraviar su amistad; que aunque en amar y servir, sin que lo entienda don Fernando, no le ofenda, le ofendiera en alcanzar. ANA: Basta. Probar he querido tus intentos; que no fuera yo tan fácil, que te diera, sin haberte conocido, la mano. Ya, fementido, de tu sangre y lealtad he visto aquí la verdad; porque ni puede quien siente de amor, mentir, ni quien miente puede tener calidad. SEBASTIÁN: Oye. ANA: Véte; que de hoy más, primero que los oídos a tus halagos fingidos aplique, del sol verás volver la carrera atrás.
Vase
SEBASTIÁN: Solo siento de tu engaño tu enojo, que no mi daño; porque mi fe me asegura que lo que el engaño jura quebrantará el desengaño.
Vase. Salen don ANTONIO y don DIEGO
DIEGO: En este corto aposento, que sale a esa galería, tendréis, mientras pasa el día, recatado alojamiento. ANTONIO: Vos sois mi amigo, y trazar tan bien como yo sabréis, pues mi iniento conocéis lo que me puede importar. DIEGO: Fïarlo podéis de mí, don Antonio. Mas ya espero a don Sebastián, y quiero, porque pueda entrar aquí a verse con vos a solas sin dar sospechas, salir a aguardarte. ANTONIO: (Pues vivir Aparte he podido entre las olas del cuidado y el tormento tened valor, corazón, para que en esta ocasión no os dé la muerte el contento de ver tras tanta tormenta el puerto de mi esperanza, el plazo de mi venganza y el término de mi afrenta.
Sale don SEBASTIÁN
DIEGO: Veisle aquí. SEBASTIÁN: Gracias a Dios que tal bien llego a alcanzar. DIEGO: Yo os guardo la puerta. Hablar podéis seguros los dos.
Vase don DIEGO
SEBASTIÁN: Padre y señor, esa mano me dad a besar. ANTONIO: Tenéos;
Abrázale
que si bien a mis deseos los brazos resisto en vano, forzoso afecto de amor, pero ni habéis de besarme la mano, ni habéis de darme nombre de padre y señor antes que me hayáis oído el fin con que os he llamado; porque en sabiendo mi estado no os halléis arrepentido. SEBASTIÁN: Decid, señor, y pensad que las amenazas son tan grandes, que el corazón no teme el golpe. ANTONIO: Escuchad. En la ciudad populosa que del lusitano reino es corona, cuyos pies besa el caudaloso Tejo, segó la enemiga parca, como os escribí, los cuellos, en su juventud florida, a uno y otro hermano vuestro. Ellos por siempre perdidos, vos de cobraros tan lejos, quedé como no sabré, Sebastián, encarecerlo; mas--¡ay de mí!--que el dolor de este daño fue pequeño si lo comparo al que hallé donde buscaba el remedio; que en traeros a mis ojos libraba todo el consuelo de mi senectud caduca; y prevenido y atento a daros feliz estado, codicioso y satisfecho de la hacienda y hermosura, calidad y entendimiento, honestidad y opinión de doña Ana Vasconcelos, una portuguesa dama, milagro de nuestros tiempos; quise teneros con ella concertado casamiento, temeroso de perder la ocasión de tal empleo, si hasta veros en España, dilataba el proponerlo. Y así, Sebastian, un día, el más triste y más funesto que dió a mis prolijos años la carrera de los cielos, a don Fernando, que solo era hermano y era dueño de doña Ana, le propuse, por mi desdicha, mi intento. Ecuchóme con desdén, respondióme con desprecio, irritóme presumido, y resolvióme, soberbio, a replicarle de modo que fue entre los dos creciendo de las pesadas razones de lance en lance el empeño, hasta que... Mas pronunciarlo, no podré; que el sentimiento pone a la carganta un nudo porque no salga del pecho la voz a decir mi agravio; Y el corazón, con recelo de que la vida no os baste a resistir tanto fuego, en lágrimas anticipada el reparo del incendio. SEBASTIÁN: Acabad ya, ejecutad de una vez el golpe fiero; que dar a pausas la muerte es más tirano tormento. ANTONIO: En presencia de testigos, que a las voces ocurrieron, en la nieve de estas canas imprimió los cinco dedos... SEBASTIÁN: ¡Válgame Dios! ANTONIO: Que dio espuelas sin duda a su atrevimiento mi ancianidad, que pensé que le sirviera de freno. No pude vengarme allí; que demás de que no tengo, fuerza, aunque tenga valor, para esgrimir el acero, quedé, con el mismo agravio, tan atónito y suspenso y tan sin mí, como queda aquél a quien dio primero el golpe del rayo asombros, que avisos la voz del trueno. Entonces pues fue forzoso, si desdichado remedio, que se olvidase mi afrenta con mi ausencia y con el tiempo, salgo oculto de Lisboa, y mudado el nombre, vengo a Madrid, que en su grandeza y su confusión espero no divertir mis pesares, pero vivir más secreto; y movido de que estaba en esta corte don Diego de Mendoza, de quien solo pude fïar mis intentos, porque mi afrenta sabía, y por ser tan verdadero amigo, que a mi enemigo mil veces hubiera muerto si fuera, como vengarme, desagraviarme el hacerlo. Dos años estuve oculto, con esperanza de veros, en una posada humilde cuando mi destino, atento a renovar mis pesares, como si mi agravio mesmo no contase de los días los instantes a recuerdos, trajo a Madrid, a mis ojos, a mi ofensor. ¡Ved qué efeto, de su presencia esperaba, si de su memoria muero! Por esto, y por ocultarme más y tenerle más lejos, me fui a un lugar que en Astúrias rinde tributo a don Diego. Éstos son, don Sebastián, mis casos; mirad con esto si con razón os impido que señor y padre vuestro me llaméis, y que en mi mano pongáis los labios; que puesto que yo honrado os engendré, y deshonrado me veo, hoy no soy el que era entonces; y así, hasta volver a serlo, ni podéis llamarme padre, ni llamaros hijo puedo. A vos en mí os afrentó don Fernando Vasconcelos, y así os toca el desagravio; que vos érades yo mesmo, por la representación legítima del derecho, pues érades hijo mío cuando este agravio me hicieron; y como cuando recibe el rostro la afrenta, el duelo no obliga a que el mismo rostro mueva el vengativo acero, sino el brazo, que es la parte del hombre que puede hacerlo, y la venganza del brazo deja el rostro satisfecho; así pues del hijo y padre forma la ley un compuesto. Cuando el padre está incapaz de vengarse, es de este cuerpo el rostro, y el brazo el hijo que puede satisfacerlo. Con esto adiós, y a mis ojos no volváis; que ni he de veros, ni vos a mí, hasta que hayáis cobrado el honor, supuesto que mientras no le cobréis, con vergüenza nos veremos el uno al otro: yo a vos, don Sebastian, por haberos deshonrado; y vos a mí, por no haberme satisfecho.
Vase don ANTONIO
SEBASTIÁN: ¡Que el mismo que me quitó el honor es a quien debo después dos veces la vida, y es mi amigo el más estrecho, y es hermano del hermoso centro de mis pensamientos, de quien me obligan favores y me aprisionan deseos, y me alientan esperanzas de ser su esposo! ¿Son éstos delirios de la Fortuna, que dispensa los efetos sin atender a las causas, o son del cielo misterios, que a venganza tan forzosa le previno impedimentos tan forzosos, pues parece que con atención ha hecho que deba la vida a quien la vida quitarla debo, y que a verme haya traído, y a adorar los ojos bellos, y a merecer los favores de su hermosa hermana, el mesmo que arrogante y presumido desdeñó mi parentesco, y que la mano me ofrezca la misma que a mi desprecio y al agravio de mi padre dio ocasión? ¡Válgame el cielo! ¡Qué encuentro de obligaciones y qué confusión de encuentros! No puedo cobrar mi honor sin darle muerte, ni puedo matarle sin ser ingrato. ¡Delito el más torpe y feo, el más detestable y más indigno de nobles pechos! ¡Ni sin perder a doña Ana, y la vida si la pierdo! ¿Si porque me dió mi padre una vez la vida, tengo te vengar en don Fernando el agravio que le ha hecho? Don Fernando, ¿no es mi padre dos veces, pues es lo mesmo lLibrar de muerte que dar la vida? Pues ¿cómo puedo matarle? Y ¿cómo podré --¡ay de mí!--dejar de hacerlo, si para cobrar mi honor no enseña el mundo otro medio, y los que saben mi afrenta han de pensar que le dejo de matar de cobardía, y no de agradecimiento? ¡Oh, sagrado cielo! Vos, que por pasos tan inciertos y tan ignoradas sendas habéis engolfado el leño de mi vida en este abismo de encontrados pensamientos, en tan tenebrosa y triste noche, le enseñad el puerto, pues combatido le veis de tan contrarios afectos que obligado me reporto. Agraviado me enfurezco; me reprimo enamorado; afrentado, me avergüenzo; honrado me precipito; y agraviado me refreno.


FIN DEL ACTO SEGUNDO

La culpa busca la pena y el agravio la venganza, Jornada III


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 24 Jun 2002