ACTO SEGUNDO


 
                      Salen la INFANTA y ELVIRA, criada 
 
INFANTA:        Esta ya es resolución,
            no me aconsejes, Elvira.
ELVIRA:     Infanta, señora, mira           
            que aventuras tu opinión.
INFANTA:       Aunque lo advierto no ignoro
            también que en desprecio tal,  
            una mujer principal
            atropella su decoro.         
               Deja ya de aconsejarme
            y repara que, agraviada,
            ofendida y despreciada,
            he de morir o vengarme.
               A muchas han sucedido     
            desprecios de voluntad,
            mas no de la calidad
            que yo los he padecido.
               Bien que Inés es muy bizarra,
            y aunque hermosa llegue a verse,  
            no es justo llegue a oponerse
            a una infanta de Navarra,
               que compitiendo las dos,
            aunque es grande su belleza,
            para igualar mi grandeza     
            el sol es poco, ¡por Dios!
ELVIRA:        El rey sale.
INFANTA:               Pues, Elvira,
            déjame sola, que agora
            he de hablar claro. 
ELVIRA:                   ¿Señora?
INFANTA:    Obedece, calla y mira.       
ELVIRA:        Ya me voy, y ruego al cielo
            que se acabe tu cuidado.
 
                              Vase ELVIRA 
 
INFANTA:    El agravio declarado
            no admite ningún consuelo.
                                                              
                       Sale el REY, y COELLO 
 
REY:           Déjenme solo, Coello,   
            que a solas pretendo hablarla;
            quisiera desenojarla.
INFANTA:    (Pues mE ofrece su cabello            Aparte
               la Ocasión, quiero lograr
            mi intento).  ¿Señor?
REY:                        ¿Infanta?    
INFANTA:    ¿Tanto favor?  ¿Merced tanta?
            ¿Que vos me vengáis a honrar:
               ¡Gran ventura!
REY:                     Blanca hermosa,
            tanto os estimo y venero,
            tanto, bella Infanta, os quiero,  
            que fuera dificultosa
               la acción que para serviros
            no emprendiera; y este afecto,
            hijo de vuestro respeto,
            me obliga siempre a asistiros     
               con un mudo afecto, y tal,
            que en lo entendido y bizarra,
            dudo si sois en Navarra          
            nacida, o en Portugal.
INFANTA:       Con tanto favor tratáis      
            mi fe, que ciega os adora,
            que confusa el alma, ignora
            el modo con que me honráis;
               pero advierte mi cuidado,
            viendo estos extremos dos,   
            que me habéis querido vos
            hablar como desposado,
               y advertido del rigor
            que el príncipe usa conmigo,
            como padre y como amigo      
            me mostráis en vos su amor.
REY:           ¿En qué estaba divertida,
            hija mía, vuestra alteza?
INFANTA:    Sólo en pensar la presteza,
            gran señor, de mi partida.      
REY:           ¿Cómo?  ¿Con tal brevedad,
            infanta, queréis partir?
INFANTA:    Eso le quiero decir;
            oiga vuestra majestad.
 
               Por concierto de mi hermano    
            y vuestros mudos pesares,
            --hoy hable la estimación,
            los demás afectos callen--
            a este mar de Portugal
            de nuestros navarros mares,  
            en una ciudad de leños,
            en una escuadra volante
            de delfines que volaban
            a competencia del aire,
            llegué, señor, --¡ay de mí!--    
            un lunes, para mí martes,
            que en el dueño y no en el día
            se contienen los azares.
            Fue tan próspero y feliz 
            este deseado viaje          
            que parece que anunciaban
            tan venturosas señales
            presagios de la desdicha
            que ahora llega a atormentarme.
            Salió vuestra majestad         
            a recibirme y honrarme
            con su persona y amor, hijo
            de los afectos de padre.
            Y cuando al príncipe, --¡ay cielos!--
            esperaba para darle         
            entre la mano de esposa
            tiernos requiebros de amante,
            posesión del albedrío
            uniendo las voluntades,
            supe que quedó en Lisboa  
            sin que su cuidado pase
            siquiera a saber con quién
            su alteza pasa a casarse.
            Este cuidado o descuido
            cuidadoso fueron parte      
            para empezar, --¡qué desdicha!--
            el alma a alborotarme,
            y a temer lo que lloré
            dentro de pocos instantes.
            Cuatro veces murió el sol 
            en los brazos de la tarde,
            por cuya muerte la noche
            vistió luto funerable,
            primero que de su cuarto
            fuese al mío a visitarme, 
            si fue agravio a mi decoro,
            júzguelo quien amar sabe.
            Al fin vuestra majestad
            fue a visitarle una tarde;
            lo que le mandó no sé,  
            mas buen puedo asegurarme 
            que en defender mi justicia
            sería todo de mi parte.
            Al fin me fio, y los empeños
            que tuve en sólo un instante
            que le di audiencia, no es bien  
            que mi lengua los relate;
            báteme, siendo quien soy,
            que los sepa y que los calle.
            Que a no ser dentro de mí
            tan bizarra y tan galante,  
            ¿cómo pudiera pasar
            por el tropel de desaires
            que me han sucedido?  ¿Cómo,
            sin que abortara volcanes   
            que en cenizas convirtieran
            a quien intentó agraviarme
            atrevido y poco atento?
            Vamos, señor, adelante,
            y perdonad que los celos    
            llegan a precipitarme,
            y el corazón a los labios
            se asomó para quejarse.
            Pasadas muchas injurias,
            que es bien que en silencio pase,     
            a una quinta del Mondego
            fui, porque vos me llevasteis,
            a volver más despreciada
            que me había mirado antes,
            pues se siente más la ofensa   
            cuando delante se hace  
            de quien, mirando el desprecio,
            llegará a vanagloriarse;
            esto, señor, que parece
            que es sentimiento que hace 
            mi persona en exterior,
            según os muestre el semblante,
            no es sino que así he querido
            de mi suceso informarle,
            porque sepa que no ignoro   
            lo que vuestra alteza sabe.
            Que a no ser así, es sin duda
            que no pasara el desaire
            de ir a requebrar los nietos,
            cuando me ofreció vengarme;    
            y a no ser así también,
            ¿cómo pudiera llevarse
            que doña Inés compitiera
            --aunque muchas son sus partes--
            conmigo?  Que no lo hermoso 
            puede igualar a lo grande.
            Decid al príncipe vos,
            no como rey, como padre,
            que sus empeños disculpo;
            que ha acertado al emplearse     
            en quien tan bien le merece,
            y que mire cuando agravie,
            que no todas, como yo,
            podrán desapasionarse.
            Este pliego es a mi hermano,     
            donde le pido que trate
            de enviar por mí, sin que sepa 
            lo que ha podido obligarme;
            que no es bien que le dé cuenta
            de semejantes desaires.     
            Con mi partida, señor,
            pongo fin a mis pesares,
            principio al gusto de Inés,
            y medio para que trate
            don Pedro su casamiento,    
            sin que yo pueda estorbarle;
            que, aunque ya lo está en secreto,
            como llegó a declararme,
            parece que aumenta el gusto
            saber que todos lo saben.   
            Adiós, señor; no me tenga
            tu majestad ni me trate
            jamás sino de partirme;
            porque sería obligarme
            a que haga, por detenerme,  
            lo que no por despreciarme;
            que, aunque agora soy prudente,
            no sé, en llegando a enojarme,
            si me valdrá la prudencia
            para no precipitarme.       
            No detenerme es cordura;
            a mi cuarto voy, que es tarde.
            No hay, señor, de qué advertirme;
            que, pues llegué a declararme,
            todo lo habré ya mirado   
            ¡Voy muriendo!  Dios le guarde. 
REY:        Oye, infanta.
INFANTA:            Alonso invicto,
            vuestra majestad no mande
            que un instante me detenga,
            o vive Dios, que a esos mares    
            Parténope desdichada,
            me arroje para anegarme.
 
                            Vase la INFANTA 
 
REY:        ¡Alvar González!  ¡Coello!
 
                 Salen ÁLVAR González y EGAS Coello 
 
ÁLVAR:      ¿Señor?
REY:                Partid al instante,
            y detened a la infanta.
ÁLVAR:      Ya voy.
EGAS:               El príncipe sale.
REY:        No sé cómo de mi enojo
            agora podrá librarse.
            ¡Que así me empeñe mi hijo!
            Irme quiero sin hablarle,
            que si le hablo sospecho    
            que no podré reportarme.
 
                           Sale el PRÍNCIPE solo 
 
PRÍNCIPE:     Señor, ¿vuestra majestad
            conmigo airado el semblante?
            ¿La espalda volvéis, señor,  
            a vuestra hechura?
REY:                     Dejadme,
            no me habléis, que estoy cansado
            de ver vuestros disparates.
            Príncipe, no me veáis.
            Egas Coello, aquesta tarde  
            de Santarén al castillo
            le llevad preso, allí pague
            inobediencias que han sido
            causas de tantos males.
EGAS:       ¡Qué príncipe tan prudente!
PRÍNCIPE:   Pues yo, señor... ¿por qué?
REY:                            ¡Baste!
            Agora veréis si es mejor
            obedecer o enojarme.
 
                              Vase el REY 
 
 
PRÍNCIPE:      En fin, Coello, ¿que voy
            preso a Santarén?
EGAS:                           Así
            lo manda su alteza.  A mí,     
            que noble crïado soy,
               me toca el obedecer.
PRÍNCIPE:   ¿Sois vos mi alcalde?
EGAS:                       El cuidado
            y el guardaros ha fïado     
            a mi noble proceder
               y a sola la lealtad mía,
            y así es forzoso el hacello.
PRÍNCIPE:   Si agora anochece, Coello,
            mañana será otro día.
EGAS:          En cualquier aurora es
            mi lealtad muy de español.
PRÍNCIPE:   Mil cosas fomenta el sol
            que las deshace después.
EGAS:          Yo sé que llego a servir    
            con fe, señor, verdadera,
            y así muera cuando muera,
            como os sirva con morir.
PRÍNCIPE:      Creo que pena os ha dado
            el ver que preso voy.
EGAS:       Sé que vuestro esclavo soy,
            y que sólo mi cuidado
               os sirve días y noches
            como crïado de ley.
PRÍNCIPE:   Coello, sirvamos al rey;    
            id a prevenir los coches.
 
                       Vase COELLO y sale BRITO 
 
PRÍNCIPE:      ¿Qué hay, Brito?  ¿Qué te parece
            de estrella tan importuna?
BRITO:      De esto nos da la fortuna
            cada día que amanece.
PRÍNCIPE:      ¡Qué doloroso trasunto!
            Muerto estoy, estoy perdido.
BRITO:      Sólo Belerma ha vivido
            con el corazón difunto.
PRÍNCIPE:      Parte, Brito; dile a Inés...     
            ¿Así te vas?
 
                         Hace BRITO que se va 
 
BRITO:              ¿Por qué no?
PRÍNCIPE:   ¿Qué le dirías?
BRITO:                 ¿Qué sé yo?
            Ya te lo diré después.
               Quisiera, señor, ponerme
            en la iglesia de San Juan   
            porque esperezos me dan
            de que el rey ha de prenderme.
PRÍNCIPE:      ¿Y esto temes, Brito?  Vete;
            mas ¿por qué te ha de prender?
BRITO:      Fácil es de conocer;      
            porque he sido tu alcahuete;
               y en ocasión semejante
            llegara a sentir de veras
            ir a bogar a galeras,
            como me dijo Violante.
PRÍNCIPE:      Brito, ve a la esposa mía,
            y dila que pierdo el seso
            hasta que la vea.
BRITO:                   Y tras eso,    
            ¿cómo el rey preso te envía?
PRÍNCIPE:      Que a explicar mi sentimiento 
            no basto, y si a eso te obligo,
            di todo lo que no digo,
            pues no cabe en lo que siento.
BRITO:         Diréle que partes ciego
            por su amor, lo que la adoras,   
            lo que suspiras y lloras,
            cuánto te abrasa su fuego.
PRÍNCIPE:      A mucho te has obligado;
            que el mal a que estoy rendido
            bien cabe en lo padecido;   
            mas no cabrá en lo contado.
               Dila que el rey inhumano...
            Oye, Brito, y no la aflijas,
            y aquellas dos perlas, hijas
            de aquel nácar castellano...
BRITO:         No te enternezcas, señor;
            mira que llorando estás.
PRÍNCIPE:   ¡Ay, Brito!  No puedo más.
BRITO:      ¿Adónde está tu valor?
               Préndate el rey, que el proceso  
            podrás romper algún día.
PRÍNCIPE:   Mas si preso me quería,
            ¿para qué dos veces preso?
 
                        Vanse los dos 
 
                  [En la quinta orillas del Mondego] 
 
               Salen doña INÉS y VIOLANTE 
 
VIOLANTE:      ¿Acabaste ya el papel?
INÉS:       No.
VIOLANTE:        Pues, ¿cómo?
INÉS:                            He reparado    
            que no cabrá mi cuidado
            ni mis finezas en él.
VIOLANTE:      ¿Leíste la glosa?
INÉS:                            Sí,
            y es tal, que pude llegar
            cuando la miré, a pensar  
            que se escribió para mí.
VIOLANTE:      ¿Sábesla ya?
INÉS:                            Ya lo sé.
VIOLANTE:   ¿Toda?
INÉS:            Nada hay que te espante;
            mientras estuve, Violante,
            en mi cuarto la estudié.
VIOLANTE:      ¿Quieres decirla, señora?
INÉS:       Sí, Violante, aquésta es.
            Atiende.
VIOLANTE:             Ya escucho.
INÉS:                            Pues
            no te diviertas agora.
 
               "Mi vida, aunque sea pasión,     
            no querría yo perdella,
            por no perder la razón
            que tengo de estar sin ella."
 
               Dichoso y favorecido
            me vi, Nise, en un instante,     
            y luego pasé de amante
            a extremos de aborrecido;
            mas, aunque airado Cupido,
            la flecha trocó en arpón,
            no pudo ser ocasión       
            para desear mi muerte,
            que he de querer por quererte,
            mi vida, aunque sea pasión.
               El alma con que vivía
            se fue a ti cuando pensaba  
            que en mi pecho la hospedaba
            como tuya, siendo mía;
            y aunque perdida la vía,
            sin formar de amor querella,
            contento me vi sin ella;    
            mas a no ser en despojos,
            Nise, de tus bellos ojos,
            no querría yo perdella.
               Gobierno del hombre han sido
            voluntad y entendimiento    
            con que a la razón atento
            mientras hombre fui, he vivido;
            pero después que Cupido
            puso en ti mi inclinación,
            puede tanto mi pasión          
            que jamás, bella mujer,
            no te quisiera perder
            por no perder la razón.
               Cautivo y sin libertad
            vivo después que te vi,   
            y aunque viví en mí sin mí,
            rendido a tu voluntad,
            esperé de ti piedad;
            pero después que a mi estrella
            tu imperio, Nise, atropella,     
            es tan corta mi ventura,
            que ella misma me asegura
            que tengo de estar sin ella.
 
                              Sale BRITO 
 
BRITO:         Esconde, Inés, si es posible,
            que no será fácil, de esos   
            peligrosos dulces ojos
            los hermosos rayos negros.
            Esconde, por vida tuya,
            lo canicular, lo fresco,
            lo florido, lo nevado, 
            lo apacible, lo severo,
            lo buscado, lo temido,
            lo juguetón, lo compuesto,
            lo alegre, lo mesurado,
            lo lindo, lo más que bello     
            de esa cara, que un nublado
            no le ha de faltar a un cielo
            donde hay tantas pesadumbres.
INÉS:       ¿Qué dices?
BRITO:                  Vete de presto,
            que viene la Infanta acá.
INÉS:       ¿La Infanta acá?
BRITO:                   Pretendiendo
            hallar en esa ribera,
            por no perder el trofeo,
            una garza que del aire
            hoy ha derribado, entiendo  
            que ha de llegar.
INÉS:                  Oye, Brito,
            ¿garza?
BRITO:              Sí.
INÉS:                    ¿Y ella la ha muerto?
BRITO:      Ella ha sido, que a volar
            con un escuadrón soberbio
            de pájaros salió armada.
INÉS:       Escuadrón sería de celos,
            pues vino a matarme a mí.
BRITO:      En un alazán soberbio,
            con la rienda en una mano
            y en la otra uno de ellos,  
            la vieras como una Palas,
            o la borracha de Venus.
INÉS:       Válgame Dios, ¿qué he de hacer?
            Quiero retirarme, quiero
            que no me vea; mas no,      
            sin duda es mejor acuerdo
            esperarla y ver si pueden
            cortesanos cumplimientos
            obligarla.
BRITO:              Dices bien.
INÉS:       Dime agora de mi dueño.     
            ¿Cómo le dejaste, Brito?
            ¿Tiene el príncipe don Pedro
            salud?
BRITO:             Aunque de su parte
            sólo a visitarte vengo,
            para que sepas, señora,   
            lo que pasa allá de nuevo,
            no es posible, sólo digo,
            mi señora, que te puedo
            asegurar que esta noche
            vendrá a verte.
INÉS:                 ¿Cierto?
BRITO:      Cierto.
INÉS:               Y dime, Brito, ¿qué hay
            de la infanta?
BRITO:                 Que la veo
            ya junto a ti.
INÉS:                Enhoramala
            venga a estorbar mis intentos.
 
   Salen la INFANTA, ÁLVAR González, EGAS Coello y cazadores 
 
INFANTA:    Mucho he sentido perdella.
ÁLVAR:      Remontó, señora, el vuelo
            tanto, que ha sido imposible
            el hallarla.
INFANTA:            El aire creo
            que en sí la habrá transformado
            para volar más ligero,         
            pues de ella envidiosa pudo
            tomar ligereza.
INÉS:                 El cielo
            dé a vuestra alteza, señora,
            la vida que yo deseo.
INFANTA:    (No me estuviera muy bien).           Aparte
            Inés, levantad del suelo. 
            ¿Vos aquí?
INÉS:             Si esta ventura
            de hablaros, señora, y veros,
            por estar aquí he ganado,
            decir sin lisonja puedo     
            que sólo he sido dichosa
            aqueste instante que os veo.
INFANTA:    ¿Cómo estáis?
INÉS:                  Para serviros
            como mi señora y dueño.
INFANTA:    (Parece que está triste.            Aparte
            ¿Si ha sabido que a don Pedro
            le prendió el rey?  Es, sin duda.
            Pues, Amor, examinemos
            si podéis vivir en mí,
            que, aunque ya muerto os contemplo,   
            para llegarlo a creer
            falta el último remedio).
            Triste estáis.
INÉS:                  Señora, ¿yo?
INFANTA:    No os aflijáis, que os prometo
            que me holgara de poder     
            daros, doña Inés, consuelo.
            El príncipe en asistiros
            nunca pudo ser eterno,
            siempre ha menester casarse,
            ya lo está conmigo.
INÉS:                            ¡Cielos!  
            ¿Qué decís?
INFANTA:                Que a Santarén
            como ya sabéis, fue preso,
            y saldrá para que así,
            en un dichoso himeneo,
            junte dos almas que vos     
            habéis dividido.
INÉS:                  (Esto                    Aparte
            no se puede ya llevar,
            que, fuera de ser desprecio,
            son celos, y nadie ha habido
            cuerda en llegar a tenerlos.     
            Responderla quiero).
INFANTA:                 Inés,
            suspended un poco el vuelo
            con que altiva, habéis volado,
            reducíos a vuestro centro,
            y sírvaos de corrección,     
            de aviso y de claro ejemplo
            que a una blanca garza, hija
            de la hermosura del viento,
            volé esta tarde, y, altiva,
            cuando ya llegaba al cielo, 
            la despedazó en sus garras
            un gerifalte soberbio,
            enfadado de mirar
            que a su coronado cetro
            desvanecida intentase       
            competir.  Eso os advierto.
INÉS:                            (No puedo         Aparte
            callar ya).
ÁLVAR:              Mucho la infanta
            se ha declarado.
EGAS:                    Yo temo
            alguna desdicha aquí.
INÉS:       Infanta, con el respeto  
            que a tanta soberanía
            se debe, deciros quiero
            que no ajéis de mi nobleza
            lo encumbrado con ejemplos.
            Yo soy doña Inés de Castro   
            Coello de Garza, y me veo,
            si vos de Navarra infanta,
            reina de aqueste hemisferio
            de Portugal, y casada
            con el príncipe don Pedro 
            estoy primero que vos;
            mirad si mi casamiento
            será, Infanta, preferido,
            siendo conmigo y primero.
            No penséis, señora, no, 
            que es profanar el respeto
            que debo, hablaros así,
            sino responder que intento
            desempeñar a mi esposo;
            pues si él asiste en mi pecho, 
            con él habláis, no conmigo;
            y puesto que soy él, debo,
            si habláis con doña Inés,
            responder como don Pedro.
INFANTA:    ¡Oh, Inés, cómo os olvidáis     
            que la que cayó del cielo
            era garza!
INÉS:             Y blanca y todo,
            según vos dijisteis.
INFANTA:                 Bueno,
            ¿vos me respondéis a mí,
            equívocos desacuerdos?
INÉS:       Mal he hecho yo, señora.
ÁLVAR:      ¡Que así perdiese el respeto
            a tanta soberanía!
INÉS:       Sí, dije --¡válgame el cielo!--
            que era blanca.
INFANTA:                 Bien está;   
            retiraos.
INÉS:              Amor, ¿qué es esto?
EGAS:       El rey viene ya.
INFANTA:                   Mi enojo
            quiero reprimir.
INÉS:                    Yo entro
            temerosa y afligida.
            Vamos, Violante, que espero 
            hallar en Dionís y Alonso,
            si no remedio, consuelo.
 
Vanse doña INÉS y VIOLANTE y sale el REY y acompañamiento
REY: Lograr no pensé el hallaros. BRITO: Voy a decir a don Pedro todo cuanto ha sucedido. Vase BRITO REY: Hija infanta, ¿qué es aquesto? ¿Cómo ha pasado la tarde vuestra alteza en el empleo de la caza? INFANTA: Gran señor, en la falda de ese cerro, que la guarnece de plata un lisonjero arroyuelo, descubrimos una garza, y aunque al remontar el vuelo perdió la vida, volvió a vivir, señor, de nuevo, que no tengo con las garzas ni jurisdicción ni imperio, después que una garza a mí con viles celos me ha muerto. REY: No os entiendo. INFANTA: ¡Ay, gran señor, pues bien podéis entenderlo! Que no es la enigma difícil ni es el engaño encubierto. Doña Inés agora acaba de decirme que don Pedro, el príncipe, es ya su esposo; y aunque él lo dijo primero, no lo creí, por pensar que pudiera ser incierto; mas después que doña Inés, sin decoro y sin respeto, se atrevió a decirlo a mí, ha sido fuerza el creerlo. REY: ¿Que la modestia de Inés, virtud y recogimiento, pudo atreverse a perder la veneración que os tengo? Vive Dios, Alvar González, que el príncipe, loco y ciego ha de ocasionarme a dar con su muerte un escarmiento tan grande, que a Portugal sirva de futuro ejemplo. Yo remediaré esta injuria. INFANTA: Señor, el mejor remedio es no buscarle, que yo desde este instante os prometo olvidar, que sólo olvido puede ser, si bien lo advierto, medio para que se acabe mi enojo, señor, y el vuestro. REY: ¿Qué os parece, Alvar González? ALVAR: Señor, si ya todo el reino espera con alegría este feliz casamiento, será grande inconveniente --así, gran señor, lo entiendo-- que no llegue a ejecutarse; y así, fuera buen acuerdo apartar a doña Inés de Portugal. REY: ¿Cómo puedo, si está casada? ALVAR: Señor, cuando aqueste impedimento, que es el mayor, no se pueda remediar... REY: Dame consejo. ALVAR: Me parece que la vida de Inés... REY: ¿Qué decís? ALVAR: Entiendo... REY: Declaraos. ¿Por qué teméis? ¡Acabad! ALVAR: Tengo por cierto que peligrará. REY: ¿Por qué? ALVAR: Señor, porque en sólo eso consistía el que pudiese gozar la infanta a don Pedro. INFANTA: Eso no, que mis agravios, aunque ofendida los siento, no han de pasar a poder conmigo más que yo puedo. Viva mil siglos Inés, que si hoy por ella padezco, no es culpada en mis desdichas, yo sí, pues yo las merezco. REY: Vamos a mirar mejor lo que se ha de hacer en esto. ALVAR: ¿A la ciudad? REY: No, que estoy cansado y algo indispuesto. Vamos a la casería, Alvar González, de Coello. INFANTA: ¿Está cerca? ALVAR: Sí, señora. REY: Disponed, piadoso cielo, modo para consolarme, que si aquesto dura, temo que me han de acabar la vida, pesares y sentimientos. INFANTA: Vamos, señor. REY: Vamos, hijo. INFANTA: ¡Qué valor! REY: ¿Qué entendimiento! INFANTA: ¡Qué prudencia! REY: ¡Qué cordura! Dadme la mano que quiero ser vuestro escudero yo. INFANTA: Tanto favor agradezco. REY: ¡Quién viera de aquesta suerte, Blanca hermosa, a vos y a Pedro!
Vanse todos y salen doña INÉS y el príncipe don PEDRO
INÉS: Digo que no me aseguro. PRÍNCIPE: ¿Posible es que no conoces que es imposible engañar, Inés, tus hermosos soles? Cese el disgusto, mi bien, y acábense los rigores; no me mates con desaires, basta matarme de amores. ¿Tú enojada? ¿Tú tan triste? ¿Cómo puede ser que borren nublados de tus discursos tus hermosos esplendores? Habla, Inés, dime tu pena, ¿por qué, mi bien, no respondes? Más vale si he de morir que me refieran tus voces la causa por que me matas; no es bien que sintiendo el golpe, cuando no ignoro el morir el por qué, mi bien, ignore. INÉS: Señor, esposo, mi vida, dueño mío, Pedro... PRÍNCIPE: Ahorre tu lengua, Inés, epítetos y dime ya quién te pone a ti con tal desconsuelo y a mí en tantas confusiones. INÉS: Tu padre... PRÍNCIPE: Habla. INÉS: ...pretende... PRÍNCIPE: Acaba, amores. INÉS: ...dispone... PRÍNCIPE: ¿Qué te turbas? INÉS: ...que te cases. PRÍNCIPE: Si aquesos son tus temores, inadvertida has andado, pues sabes que en todo el orbe no he de tener otro dueño. INÉS: Aunque miro tus acciones, esposo y señor, dispuestas a hacerme tantos favores, es bien que adviertas que ya la Fortuna cruel dispone que te pierda, dueño mío, y que de tus brazos goce la infanta que te previene tu padre para consorte. Y puesto que no es posible que seas mío ni que logre más finezas en tus brazos, será fuerza que me otorgues, Pedro, dueño de mi alma, piadosas intercesiones para que el rey, de mi vida la vital hebra no corte. Con tus hijos viviré en lo áspero de los montes, compañera de las fieras; y con gemidos feroces pediré justicia al cielo, pues que no la hallé en los hombres, de quien de tan dulce lazo aparta dos corazones. Mis hijos y yo, señor, con tiernas exclamaciones, huérfanos y sin abrigo, daremos ejemplo al orbe de los peligros que pasa y a cuántas penas se expone quien, sin ver inconvenientes, se casa loca de amores. Por lo que un tiempo me quiso, señor, es bien que me otorgue esta merced, no padezca quien fue vuestra los rigores de una injusticia, mi bien, que mármoles hay y bronces que harán vuestra fama eterna. Ahora es tiempo de que note la mayor fineza en vos; mostrad, mostrad los blasones de vuestra heroica piedad, para que conozca el orbe que si matarme el rey ha pretendido, me habéis, heroico dueño, defendido con valiente osadía y fe constante, por mujer, por esposa y por amante. PRÍNCIPE: No creyera, bella Inés, que jamás desconfiaras de la fe con que te adoro; alza del suelo, levanta, enjuga los bellos ojos, que las perlas que derramas parecen mal en la tierra, en tu nácares las guarda, que no hay en el mundo quien se atreva, esposa, a comprarlas. Si mi padre la cerviz me derribara a sus plantas; si la infanta, que aborrezco, la vida, Inés, me quitara porque mi padre contento quedase, y ella vengada, no sólo fuera su esposo, pero yo de mi garganta derribara la cabeza primero que me obligara a decir sí, que te adoro de tal suerte, prenda amada, que sin ti no quiero vida. INÉS: ¿Cumplirásme esa palabra? PRÍNCIPE: Digo mil veces que sí. INÉS: Pues ya mi temor se acaba. Dime, ¿cómo has quebrantado la prisión? PRÍNCIPE: Esta mañana a Egas Coello le pedí me dejase que llegara a verte, y aunque es traidor, temiendo que me enojara, no me impidió. INÉS: Pues, señor, volved antes que las guardas os echen menos, que es tarde, y volvedme a ver mañana. PRÍNCIPE: Adiós, Inés. INÉS: Adiós, Pedro, no me olvides. PRÍNCIPE: Excusada está, esposa, esa advertencia. INÉS: ¿Si vuestro padre os lo manda? PRÍNCIPE: No puede tener mi padre jurisdicción en mi alma. INÉS: ¿Y si la infanta porfía? PRÍNCIPE: Aunque porfíe la infanta. INÉS: ¿Y si el reino se conjura? PRÍNCIPE: Aunque se perdiera España. INÉS: ¿Tanta firmeza? PRÍNCIPE: Soy monte. INÉS: ¿Tanto amor? PRÍNCIPE: Sólo le iguala el tuyo. INÉS: ¿Tanto valor? PRÍNCIPE: Nadie en el valor me iguala. INÉS: ¿Tan grande fe? PRÍNCIPE: Sí, que ciego a tus luces soberanas, no es menester que te vea para que te adore. INÉS: Basta; adiós, mi bien. PRÍNCIPE: Adiós, dueño, ¡quién contigo se quedara! INÉS: ¡Quién se partiera contigo! Muerta quedo. PRÍNCIPE: ¡Voy sin alma! INÉS: Adiós, adorado esposo. PRÍNCIPE: Adiós, esposa adorada. Vanse todos

FIN DEL ACTO SEGUNDO

Reinar después de morir, Jornada III 


Texto electrónico por Vern G. Williamsen y J T Abraham
Formateo adicional por Matthew D. Stroud
 

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Actualización más reciente: 26 Jun 2002